Flo le advirtió que tuviera cuidado con la “trata de blancas”. Así era como operaban esos rufianes, dijo: una mujer mayor, la típica madre o abuela, se sentaba a tu lado en el autobús o en el tren y se hacía amiga tuya. Te ofrecía caramelos, que llevaban droga. Enseguida empezabas a dar cabezadas y a farfullar, no estabas en condiciones de hilar una frase. “Oh, ayuda —decía la mujer—, mi hija (o mi nieta) está mareada; por favor, que alguien me ayude a bajarla para que tome el aire y se reponga.” En el acto se levantaba un educado caballero, que se hacía pasar por desconocido, brindándose a socorrerla. Juntos, en la parada siguiente, te sacaban a empujones del tren o del autobús, y ya no se volvía a saber de ti. Te tenían prisionera en el sitio de la trata de blancas (adonde te llevaban drogada y atada, de modo que ni siquiera sabías dónde estabas), hasta que acababas completamente denigrada y loca de desesperación, con las entrañas hechas trizas por borrachos y plagadas de enfermedades horrendas, con la cabeza destruida por la droga, sin apenas pelo ni dientes. Tardabas unos tres años en acabar en ese estado. No querías ir a casa, entonces; tal vez ni siquiera recordaras tu hogar o fueses capaz de encontrar el camino de vuelta. Así que te echaban a las calles.
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Hace años, antes de que dejaran de pasar trenes por tantos ramales, una mujer de alta frente pecosa y flequillo rubicundo entró en la estación de ferrocarril a averiguar qué había que hacer para despachar muebles.
El encargado de la estación solía aventurar a las mujeres algún piropo, sobre todo a las feúchas que parecían apreciarlos. —¿Muebles? —dijo, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido a nadie—. Bien. A ver. ¿De qué tipo de muebles estamos hablando? Una soberana paliza. Esa era la promesa de Flo. “Vas a llevarte una soberana paliza.”
La palabra “soberana” se arrellanaba en su lengua, revestida de boato. Rose tenía la necesidad de hacerse una imagen de las cosas, de detectar absurdos, que era más fuerte que la necesidad de no meterse en líos, y en lugar de tomarse la amenaza a pecho, meditaba: ¿cómo es soberana una paliza? Recreó una avenida arbolada, una multitud de espectadores ceremoniosos, varios caballos blancos y esclavos negros. Alguien arrodillado, y la sangre saltando a borbotones, como estandartes. Una ocasión a la vez salvaje y espléndida. En la vida real no adquirían tanta dignidad, y era solo Flo quien intentaba dotar al suceso de cierto aire de fuerza mayor y penitencia. Rose y su padre pronto traspasaron los límites del decoro. Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.
–Yo no he pedido una semiprivada –dijo. Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas. Hace treinta años, una familia pasaba las vacaciones en la costa este de la isla de Vancouver. Un padre y una madre jóvenes, sus dos hijas pequeñas y un matrimonio mayor, los padres del marido.
Qué tiempo tan maravilloso. Cada mañana, todas las mañanas son como ésta, el primer rayo de luz solar atraviesa las ramas altas y quema la bruma que reposa sobre el agua en calma del estrecho de Georgia. La marea baja, una gran extensión vacía de arena todavía húmeda pero por la que se puede caminar fácilmente, como el cemento en su última fase de secado. La verdad es que la marea está menos baja; cada mañana se reduce más la vereda de arena, pero aún parece lo bastante amplia. Los cambios de la marea son de gran interés para el abuelo, pero no tanto para los demás. La pequeña novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.
Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán. Tampoco enciende, ahora. Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.
Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos oxidados. UNO
—Noveno piso —digo al pequeño ascensorista. Tengo la mano derecha metida en el bolsillo del saco. Con la izquierda me aliso innecesariamente la solapa. “Le apuesto que no llega”. ¿Dijo realmente: “le apuesto que no Ilega”? Lo miro a los ojos. Enarco las cejas. —Ya verá —dice, realmente, en voz alta. La sonrisa enigmática del muchacho (¿o es un enano?), me pone nervioso. El sabe algo que yo ignoro. Yo, en cambio, debo saber seguramente muchas cosas que él ignora. Let me take you down cause I’m going to Strawberry Fields… Nothing is real… (The BEATLES) I. El circo
Allí, donde nunca sucedía nada, era muy fácil llamar la atención. El desfile inicial del Gran Circo Magnético de Oklahoma fue algo verdaderamente desproporcionado: atraído al principio por una música estridente y lejana, e inmediatamente después por la noticia que corría en los gritos de los niños, el pueblo entero, casi sin excepciones, se distribuyó en rigurosas mitades a lo largo de la calle principal, como cargas eléctricas polarizadas. El carromato, o lo que fuese, parecía venir de muy lejos —y realmente no cabía otra posibilidad: Alice Springs está rodeada por un inmenso desierto. Solamente me gustaban las mujeres bonitas, de cara y cuerpo. Podían ser ignorantes, idiotas, pero si eran bonitas me gustaban.
Mi novia, Íngrid, era así, linda, tonta, delgada, pesaba cuarenta y cinco kilos, perfecta como una de esas figurillas que giran sobre una caja de música. Yo la levantaba, sosteniéndola del trasero, ella me rodeaba la cintura con las piernas, me abrazaba como una sanguijuela, yo la penetraba y trepábamos. Siempre empezábamos así a hacer el amor. Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.
No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome. Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar. Cuando serví en el Ejército me volví especialista en bombas. Sé fabricar cualquier tipo de bomba portátil, muy usada por terroristas. La bomba que estaba haciendo debía tener un efecto fulminante, para que la víctima no sufriese. Y antes de la explosión, era necesario que emitiese un rayo deslumbrante que advirtiera a la víctima la inminencia de la explosión.
La persona que quería matar era mi hijo João. Consigo agarrar a Rubao, acorralándolo contra las cuerdas. El hijo de puta tiene fuerza, se agarra a mí, apoya su rostro en mi rostro para impedir que le dé cabezazos en la cara; estamos abrazados, como dos enamorados, casi inmóviles fuerza contra fuerza, el público empieza a burlarse. Rubao me da un pisotón en el dedo del pie, aflojo, se suelta, me da un rodillazo en el estómago, una patada en la rodilla, un golpe en la cara. Oigo los gritos. El público está cambiando a su favor. Otro bofetón: gritos enloquecidos en el público. No puedo darle importancia a eso, no puedo darle importancia a esos hijos de puta mamones. Intento agarrarlo pero no se deja, quiere pelear de pie, es ágil, su puñetazo es como una coz.
M —Doña Gisa me mandó para acá. ¿Puedo entrar?
H —Entra y cierra la puerta. M —Está oscuro aquí adentro. ¿Dónde enciendo la luz? H —Déjala así. M —¿Cómo es que te llamas? H —Después te digo. M —Está bien. En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.
Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo. Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río. Encima del puente la vaca está muerta. Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá, donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que Zinho era traficante de drogas dos meses después de que empezaron a vivir juntos en un condominio de clase media alta en la Barra de Tijuca. ¿Te molesta?, preguntó Zinho, y ella contestó que ya había tenido en su vida un hombre dedicado al Derecho que no pasaba de ser un canalla.
Fue Griffin Wilson quien propuso la teoría de la involución. Se sentaba dos filas detrás de mí en Química Orgánica, la definición de genio malvado. Él fue el primero en realizar el Gran Salto Atrás.
Todos lo saben porque Tricia Gedding estaba en la enfermería con él. Ella estaba en la otra camilla, detrás de una cortina de papel, fingiendo su periodo para evadir un examen sorpresa en Perspectivas de Civilización de Oriente. Dijo que había oído el sonoro ¡beep!, pero no le dio importancia. Cuando Tricia Gedding y la enfermera de la escuela lo encontraron en su camilla, pensaron que Griffin Wilson era el muñeco de reanimación que todos usan para practicar RCP. Casi no respiraba, apenas y movía un músculo. Ellas pensaron que era una broma porque su cartera seguía apretada entre sus dientes y todavía tenía los cables eléctricos pegados a ambos lados de su frente. No os riáis, pero en aromaterapia te avisan de que nunca enciendas una vela de limón y canela al mismo tiempo que enciendes una vela de clavo y una vela de cedro y de nuez moscada. Y no te dicen por qué…
En el feng-shui nunca lo explican, pero por el mero hecho de poner una cama en el lugar incorrecto, puedes concentrar el bastante chi como para matar a alguien. Puedes provocar un aborto en la última fase del embarazo mediante la simple acupuntura. Puedes usar cristales o manipular el aura para causarle a alguien cáncer de piel. Inhala.
Toma tanto aire como puedas. Esta historia debería durar lo que puedas aguantar la respiración, y después un poquito más. Así que escucha tan rápido como puedas. Un amigo mío, cuando tenía 13 años oyó hablar del "pegging". Esto es cuando un hombre es penetrado por el culo con un consolador. Se estimula la glándula prostática lo suficiente, y el rumor es que se pueden tener explosivos orgasmos manos-libres. A esa edad, este amigo es un maníaco del sexo. Siempre está necesitando una nueva forma de vaciar sus huevos. Sale a comprar una zanahoria y un poco de vaselina. Para llevar a cabo una pequeña investigación privada. Después se imagina como va a quedar en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la vaselina corriendo por la cinta transportadora hacia la caja. Todos los compradores esperando en línea, mirando. Todos viendo la gran noche que ha planeado. La noche antes de desaparecer, Cassandra se corta las pestañas.
Con tanta facilidad como si estuviera haciendo los deberes, Cassandra Clark saca un par de tijeritas de su bolso, unas tijeritas metálicas para las uñas, se acerca mucho al espejo de gran tamaño que hay sobre la pileta del cuarto de baño y se mira. Con los ojos medio cerrados y con la boca abierta como cuando se pone rimel, Cassandra apoya una mano sobre la encimera del baño y usa las tijeritas para cortar. Sus pestañas largas y negras caen una tras otra, quedándose en la pileta o revoloteando por el desagüe de la misma, y ella evita mirar el reflejo de su madre, de pie detrás de su espalda, en el espejo. La tibia noche descendía lentamente.
Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas. Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río. El general de G... pronunció: —Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles. Había recibido, durante la mañana del 18 de julio, el siguiente telegrama: “Buen tiempo. Continúan mis predicciones. Fronteras belgas. Salida del material y del personal a mediodía, a la sede social. Comienzo de maniobras a las tres. Así pues, os espero en la fábrica a partir de las cinco. JOVIS.”
A las cinco en punto yo entraba en la fábrica de gas de la Villette. Parecían las ruinas colosales de una ciudad de cíclopes. Enormes y oscuras avenidas se abren entre los pesados gasómetros alineados uno detrás del otro, semejantes a columnas monstruosas, truncadas, inigualmente altas y que sin duda portaban en otra época algún espantoso edificio de hierro. |
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