Solamente me gustaban las mujeres bonitas, de cara y cuerpo. Podían ser ignorantes, idiotas, pero si eran bonitas me gustaban.
Mi novia, Íngrid, era así, linda, tonta, delgada, pesaba cuarenta y cinco kilos, perfecta como una de esas figurillas que giran sobre una caja de música. Yo la levantaba, sosteniéndola del trasero, ella me rodeaba la cintura con las piernas, me abrazaba como una sanguijuela, yo la penetraba y trepábamos. Siempre empezábamos así a hacer el amor.
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Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.
No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome. Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar. Cuando serví en el Ejército me volví especialista en bombas. Sé fabricar cualquier tipo de bomba portátil, muy usada por terroristas. La bomba que estaba haciendo debía tener un efecto fulminante, para que la víctima no sufriese. Y antes de la explosión, era necesario que emitiese un rayo deslumbrante que advirtiera a la víctima la inminencia de la explosión.
La persona que quería matar era mi hijo João. Consigo agarrar a Rubao, acorralándolo contra las cuerdas. El hijo de puta tiene fuerza, se agarra a mí, apoya su rostro en mi rostro para impedir que le dé cabezazos en la cara; estamos abrazados, como dos enamorados, casi inmóviles fuerza contra fuerza, el público empieza a burlarse. Rubao me da un pisotón en el dedo del pie, aflojo, se suelta, me da un rodillazo en el estómago, una patada en la rodilla, un golpe en la cara. Oigo los gritos. El público está cambiando a su favor. Otro bofetón: gritos enloquecidos en el público. No puedo darle importancia a eso, no puedo darle importancia a esos hijos de puta mamones. Intento agarrarlo pero no se deja, quiere pelear de pie, es ágil, su puñetazo es como una coz.
M —Doña Gisa me mandó para acá. ¿Puedo entrar?
H —Entra y cierra la puerta. M —Está oscuro aquí adentro. ¿Dónde enciendo la luz? H —Déjala así. M —¿Cómo es que te llamas? H —Después te digo. M —Está bien. En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.
Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo. Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río. Encima del puente la vaca está muerta. Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá, donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que Zinho era traficante de drogas dos meses después de que empezaron a vivir juntos en un condominio de clase media alta en la Barra de Tijuca. ¿Te molesta?, preguntó Zinho, y ella contestó que ya había tenido en su vida un hombre dedicado al Derecho que no pasaba de ser un canalla.
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