DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE 12 DE JUNIO 1880.— ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pasar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un mes en esta ciudad que dicen ser la más triste, la más muerta, la más aburrida de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agujero, no una ciudad! ¡Me condenan a un mes de baño..., en fin! 13 DE JUNIO.— He pensado toda la noche en este viaje que me espanta ¡Solo me queda una cosa por hacer, voy a llevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y además yo aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro para el matrimonio.
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DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE 12 DE JUNIO 1880.— ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pasar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un mes en esta ciudad que dicen ser la más triste, la más muerta, la más aburrida de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agujero, no una ciudad! ¡Me condenan a un mes de baño..., en fin! 13 DE JUNIO.— He pensado toda la noche en este viaje que me espanta ¡Solo me queda una cosa por hacer, voy a llevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y además yo aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro para el matrimonio. Un mes a solas, un mes de vida en común con alguien, de una vida en pareja completa, de conversación a todas las hora del día y de la noche.¡Diablos! Estar con una mujer durante un mes, es verdad, no es tan grave como tenerla de por vida; pero es de por sí mucho más serio que estar con ella por una noche. Sé que podré devolverla, con algunos cientos de luises; ¡pero entonces permaneceré solo en Loëche, lo que no es nada divertido! La elección será difícil. No quiero ni una coqueta ni una espabilada. Es necesario que no me sienta ni ridículo ni orgulloso de ella. Quiero que se diga: “El marqués de Roseveyre está de buena suerte”; pero no quiero que se cuchichee: “ Ese pobre marqués de Roseveyre!”. En suma, tengo que exigir a mi pasajera compañera todas las cualidades que exigiría a mi compañera definitiva. La única diferencia que se puede establecer es aquella que existe entre el objeto nuevo y el objeto de ocasión.¡Bah!, ¡se puede encontrar, voy a pensar en ello! 14 DE JUNIO.—¡Berthe!...He aquí mi acompañante. Veinte años, guapa, recién salida del Conservatorio, esperando un papel, futura estrella. Buenos modales, altivez, carácter y...amor. Objeto de ocasión pudiendo pasar por nuevo. 15 DE JUNIO.— Está libre. Sin compromiso de negocios o de corazón, ella acepta, yo mismo he encargado sus vestidos, para que no tenga aspecto de jovencita. 20 DE JUNIO.— Basilea. Duerme. Voy a comenzar mis notas de viaje. De hecho, ella es encantadora. Cuando llegó a la estación delante de mi, no la reconocía, hasta tal punto tenía aspecto de mujer de mundo. Verdaderamente tiene porvenir esta niña....en el teatro. Me pareció cambiada en sus modales, en su andar, en su actitud y sus gestos, en la forma de sonreír, en la voz, en todo, irreprochable, en fin.¡Y peinada!¡oh! Peinada de una forma divina, de una manera encantadora y sencilla, en una mujer que ya no tiene que atraer las miradas, que ya no tiene que agradar a todos, cuyo papel ya no es seducir, a primera vista, a los que la vean, sino que quiere gustar a uno solo, discretamente, y únicamente. Y esto se dejaba ver en todo su aspecto. Se mostraba tan finamente y tan completamente, la metamorfosis me pareció tan absoluta y hábil, que le ofrecí mi brazo como hubiera hecho con mi mujer. Ella lo tomó con soltura como si se tratara de mi mujer. Frente a frente en el portalón permanecimos en un primer momento inmóviles y mudos. Después ella levantó su velo y sonrió...Nada más. Un sonreír de buen tono.¡Oh! Me daba miedo besarla, la comedia de la ternura, el eterno y banal juego de las jóvenes. Pero no, ella se contuvo. Es fuerte. Más tarde hemos charlado un poco como dos jóvenes esposos, un poco como dos extraños. Era amable. Muchas veces sonreía mirándome. Era yo ahora quien tenía ganas de abrazarla. Pero permanecí tranquilo. En la frontera, un funcionario abrió bruscamente la puerta y me preguntó: —¿Su nombre, señor? Me sorprendió. Respondí: —Marqués de Roseveyre. —¿A dónde se dirige usted? —A las termas de Loëche, en le Valais. Escribió en un registro. Respondió: —¿La señora es su mujer? ¿Qué hacer? ¿Qué responder? Levanté los ojos hacia ella dudando. Ella estaba pálida y miraba a lo lejos... Sentí que iba a ofenderla muy gratuitamente. Y además, en fin, sería mi compañía durante un mes. Dije: —Sí, señor. De repente la vi enrojecer. Me sentí feliz. Pero en el hotel, llegando aquí, la propietaria le tendió el registro. Ella me lo pasó muy rápidamente; me di cuenta de que ella me estaba mirando mientras escribía. ¡Era nuestra primera noche de intimidad!...¿Una vez pasada la página, quien leería este registro? Yo escribí: “Marqués y marquesa de Roseveyre, dirigiéndose a Loëche.” 21 DE JUNIO.— Seis de la mañana. Bâle. Salimos para Berne. Decididamente tengo buena mano. 21 DE JNIO.— Diez de la noche. Jornada singular. Estoy un poco emocionado. Esto es tonto y divertido. Durante el trayecto, hemos podido hablar un poco. Se había levantado un poco temprano; estaba cansada; dormitaba. Tan pronto estuvimos en Berne, quisimos contemplar ese panorama de los Alpes que yo no conocía en absoluto; y he aquí que salimos por la ciudad, como dos recién casados. Y de repente percibimos una llanura desmesurada, y allá abajo, allá abajo, los glaciares. De lejos, así, no parecían inmensos, y sin embargo aquella vista me produjo un escalofrío en las venas. Un resplandeciente sol poniente caía sobre nosotros; el calor era terrible. Fríos y blancos permanecían ellos, los montes helados. El Jungfrau, el Vierge, dominando a sus hermanos, extendía su ancha falda de nieve, y todos, hasta perderse de vista, se alzaban a su alrededor, los gigantes de cabeza blanca, las eternas cimas heladas que el agonizante día hacía más claras, como plateadas, sobre el azul oscuro de la noche. Su infinidad inerte y colosal daba la sensación de comienzo de un mundo sorprendente y nuevo, de una región escarpada, muerta, petrificada pero atrayente como el mar, llena de un poder de seducción misteriosa. El aire que había acariciado sus cimas siempre heladas parecía venir hacia nosotros por encima de los campos estrechos y floridos, muy diferente al aire fecundante de las llanuras. Tenía algo de desapacible y de poderoso, de estéril, como un aroma de espacios inaccesibles. Berthe, ensimismada, observaba sin cesar, sin poder pronunciar ni una palabra. De repente me cogió la mano y la apretó. Yo mismo sentía en el alma esa especie de fiebre, esa exaltación que nos sobrecoge delante de ciertos espectáculos inesperados. Agarré esa pequeña mano temblorosa y la llevé a mis labios; y la besé, a fe mía, con amor. Permanecí un poco turbado.¿Pero por quien? ¿Por ella o por los glaciares? 24 DE JUNIO.—Loëche, diez de la noche. Todo el viaje ha sido delicioso. Hemos pasado medio día en Thun, contemplando la ruda frontera de montañas que debíamos franquear al día siguiente. Al amanecer, atravesamos el lago, el más hermoso de Suiza tal vez. Unas mulas nos esperaban. Nos sentamos sobre sus lomos y partimos. Después de haber desayunado en un pueblecito, comenzamos a escalar, entrando lentamente en la garganta que sube poblada de árboles, siempre dominada por las altas cumbres. De territorio en sitio, sobre las pendientes que parecen venir del cielo; se distinguen puntos blancos, chalets construidos allí no se sabe cómo. Atravesamos torrentes, percibimos, a veces, entre dos puntiagudas cimas y cubiertas de abetos, una inmensa pirámide de nieve que parecía tan próxima que hubiéramos jurado alcanzarla en diez minutos, pero que apenas habríamos llegado en veinticuatro horas. A veces atravesábamos caos de piedras, estrechas llanuras tapizadas de rocas desprendidas como si dos montañas se hubieran enfrentado en esta contienda, dejando sobre el campo de batalla los restos de sus miembros de granito. Berthe, extenuada, dormía sobre su animal, abriendo de vez en cuando los ojos para ver de nuevo. Acabó por adormecerse, y yo la sujetaba por una mano, feliz de su contacto, de sentir a través de su vestido el suave calor de su cuerpo. Llegó la noche, todavía subíamos. Nos paramos delante de la puerta de un pequeño albergue perdido en la montaña. ¡Dormimos!¡Oh!¡Dormimos! Al amanecer, corrí a la ventana, y prorrumpí en un grito. Berthe llegó a mi lado y se quedó estupefacta y embelesada. Habíamos dormido en la nieve. Todo a nuestro alrededor, montes enormes y estériles cuyos huesos grises sobresalían bajo su abrigo blanco, montes sin pinos, sombríos y helados, se elevaban tan alto que parecían inaccesibles. Una hora después de estar en ruta de nuevo, percibimos, al fondo de este embudo de granito y de nieve, un lago negro, sombrío, sin una onda, que durante largo tiempo habíamos seguido. Un guía nos trajo algunos edelweiss, las flores blancas de los glaciares. Berthe hizo un ramillete para su blusa. De repente, la garganta de peñascos se abrió delante de nosotros, descubriendo un horizonte sorprendente: toda la cadena de los Alpes piamonteses más allá del valle del Ródano. Las enormes cumbres, de lugar en lugar, dominaban la multitud de cimas menores. Eran el monte Rose, arduo y macizo; el Cervin, recta pirámide donde muchos hombres han muerto, el Dent-du-Midi; otros cientos de puntos blancos, relucientes como cabezas de diamantes, bajo el sol. Pero bruscamente el sendero que seguíamos se detuvo al borde de un precipicio, y en el abismo, en el fondo del agujero negro de dos mil metros, encerrado entre cuatro muros de rectos peñascos, sombríos, salvajes, sobre una capa de hierba, percibimos algunos puntos blancos con bastante parecido a corderos en un prado. Eran las casas de Loëche. Fue necesario dejar las mulas, siendo el camino tan peligroso. El sendero desciende a lo largo de la roca, serpentea, gira, va, vuelve, sin jamás perder de vista el precipicio, y siempre también el pueblo que crece a medida que nos acercamos. Es a lo que se le llama el pasaje de la Gemmi, uno de los más bellos de los Alpes, sino el más bello. Berthe, apoyándose en mi, prorrumpía gritos de alegría y gritos de pavor, feliz y temerosa como un niño. Como estábamos a algunos pasos de los guías y ocultos por un voladizo de la roca, me abrazó. Yo la abracé... Yo me había dicho: —En Loëche, pondré cuidado en hacer entender que no estoy con mi mujer. Pero por todos lados yo la había tratado como tal, en todas partes la había hecho pasar por la marquesa de Roseveyre. No podía ahora inscribirla bajo otro nombre. Y además la habría herido en el corazón, y verdaderamente era encantadora. Pero le dije: —Querida amiga, llevas mi apellido, la gente me cree tu marido; espero que te comportes con todo el mundo con una extrema prudencia y una extrema discreción. Nada de conocidos, de charlas, de relaciones. Que te crean noble, peor actúa de forma que nunca tenga que reprocharme lo que he hecho. Ella respondió: —No tenga miedo, mi pequeño René. 26 DE JUNIO.— Loëche no es triste. No. Es salvaje, pero muy hermosa. Este muro de rocas altas de dos mil metros, de donde se deslizan cientos de torrentes semejantes a hilillos de plata; este ruido eterno del agua que discurre; este pueblo sepultado en los Alpes desde donde se ve, como desde el fondo de un pozo, el solo lejano atravesar el cielo; el glaciar vecino, muy blanco en la escotadura de la montaña, y ese pequeño valle lleno de arroyos, lleno de árboles, pleno de frescura y de vida, que desciende hacia el Ródano y deja ver en el horizontes las cimas nevadas del Piémont: todo esto me seduce y me encandila. Tal vez si...si Berthe no estuviera aquí?... Es perfecta, esta niña, reservada y distinguida mas que nadie. Yo escucho decir: —¡Qué hermosa es, esta marquesita!... 27 DE JUNIO.— Primer baño. Descendemos directamente de la habitación a las piscinas, donde veinte bañistas tiemblan, ya vestidos con largos vestidos de lana, juntos hombres y mujeres. Unos comen, otros leen, otros charlan. Mueven delante de si pequeñas tablas flotantes. A veces juegan al anillo, lo que no siempre es decoroso. Vistos a través de las galerías que rodean el baño, tenemos aspecto de gruesos sapos en una tinaja. Berthe ha venido a sentarse a esta galería para charlar un poco conmigo. La han mirado mucho. 28 DE JUNIO.— Segundo baño. Cuatro horas de agua. Las tomaré de ocho en ocho horas. Tengo por compañeros bañistas el príncipe de Vanoris (Italia), el conde Lovenberg (Austria), el barón Samuel Vernhe (Hungría u otra parte), además una quincena de personajes de menor importancia, pero todos nobles. Todo el mundo es noble en las villas termales. Ellos me piden, uno tras otro, ser presentados a Berthe. Yo respondo: “¡Si!” y me retiro. Me creen celoso, ¡qué tontería! 29 DE JUNIO.— ¡Diablos! ¡diablos! La princesa de Vanoris ha venido ella misma en persona a buscarme, deseando conocer a mi mujer, en el momento en que entrábamos en el hotel. Yo le presenté a Berthe, pero le he rogado con delicadeza que evitara encontrarse con esta dama. 2 DE JULIO.— El príncipe nos ha agarrado del cuello para llevarnos a su apartamento, donde los bañistas insignes tomaban el té. Berthe era, sin duda alguna, mejor que todas las damas; ¿pero qué hacer? 3 DE JULIO.— ¡A fe mía, qué le vamos a hacer! Entre estos treinta hidalgos, ¿no se encuentran al menos diez de fantasía? ¿Entre estas dieciséis o diecisiete mujeres, están más de doce seriamente casadas, y de estas doce, más de seis irreprochables? ¡Tanto peor para ellas, tanto peor para ellos!¡Ellos lo han querido! 10 DE JULIO.— BERTHE es la reina de Loëche! ¡Todo el mundo está loco por ella; la celebran, la miman, la adoran! Por otra parte, ella es soberbia en gracia y distinción. Me envidian. La princesa de Vanoris me ha preguntado: —¡Ah! Marques, ¿dónde ha encontrado este tesoro? Yo tenía deseos de responder: —¡Primer premio del Conservatorio, curso de comedia, contratada en el Odeón, libre a partir del 5 de agosto de 1880! ¡Qué cara hubiera puesto, Dios mío! 20 DE JULIO.— Berthe es realmente sorprendente. Ni una falta de tacto, ni una falta de gusto; ¡una maravilla! 10 DE AGOSTO.— Paris. Se acabó. Tengo el corazón hecho polvo. La víspera de la partida creí que todo el mundo iba a llorar. Decidimos ir a ver amanecer sobre el Torrenthon, luego de volver a descender a la hora de nuestra partida. Nos pusimos en marcha hacia media noche, sobre unas mulas. Los guías portaban faroles: y la larga caravana se extendía por el camino sinuoso del bosque de pinos. Luego atravesamos los pastos donde rebaños de vacas erraban en libertad. Después alcanzamos la región de las rocas, donde la misma hierba desaparecía. A veces, en la sombra, se distinguía, sea a derecha, sea a izquierda, una masa blanca, un amontonamiento de nieve en un agujero de la montaña. El frío llegaba a ser mordiente, pinchaba los ojos y la piel. El viento desecante de las cimas soplaba, quemando las gargantas, aportando los hálitos helados de cien lugares de picos congelados. Cuando llegamos a nuestro destino era ya de noche. Desembalamos todas las provisiones para beber el champán al amanecer. El cielo palidecía sobre nuestras cabezas. Vimos de pronto un obstáculo a nuestros pies; luego, a unos cientos de metros, otra cima. El horizonte entero parecía lívido, sin que se distinguiera nada todavía a lo lejos. Pronto descubrimos, a la izquierda, una enorme cima, el Jungfrau, después otra, después otra. Aparecían poco a poco como si fueran levantándose a lo largo del nacimiento del día. Y nosotros quedábamos estupefactos de encontrarnos así en el medio de estos colosos, en este país desolado de nieves eternas. De repente, en frente, se nos mostró la desmesurada cadena del Piémont. Otras cumbres aparecieron al norte. Realmente era el inmenso país de los grandes montes de frentes helados, desde el Rhindenhorn, pesado como su nombre, hasta el fantasma a penas visible del patriarca de los Alpes, el Mont Blanc. Unos eran orgullosos y rectos, otros acuclillados, otros deformes, pero todos homogéneamente blancos, como si algún Dios hubiera arrojado sobre la jorobada tierra un sábana inmaculada. Unos parecían tan cerca que habríamos podido saltar sobre ellos.; otros estaban tan lejos que apenas les distinguíamos. El cielo se volvió rojo; y todos enrojecieron. Las nubes parecían sangrar sobre ellos. Era maravilloso, casi pavoroso. Pero pronto la nube encendida palideció, y toda la armada de cumbres insensiblemente se volvió rosa, de un rosa suave y tierno como los vestidos de una jovencita. Y el sol apareció por encima de la capa de nieves. Entonces, de repente, el pueblo entero de los glaciares se hizo blanco, de un blanco brillante, como si el horizonte estuviera lleno de una multitud de cúpulas de plata. Las mujeres, extasiadas, miraban. Se estremecieron; un tapón de champán acababa de saltar; Y el príncipe de Vanoris, ofreciendo un vaso a Berthe, gritó: —¡Bebo por la marquesa de Roseveyre! Todos clamaron: “ ¡Yo bebo por la marquesa de Roseveyre!” Ella montó encima de su mula y respondió: —¡Yo bebo por todos mis amigos! Tres horas más tarde, cogimos el tren para Ginebra, en el valle del Ródano. Tan pronto estuvimos a solas Berthe, tan feliz y contenta hace un rato, se puso a sollozar, el rostro entre sus manos. Yo me lancé a sus rodillas: —¿Qué tienes? ¿Qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Ella balbuceó entre sus lágrimas: —¡Es... es..es pues que se ha acabado ser una mujer honesta! ¡Verdaderamente, en ese momento estuve a punto de cometer una tontería, una gran tontería...! No la hice. Dejé a Berthe entrando en Paris. Tal vez más tarde habría sido demasiado débil. (El diario del marqués de Roseveyre no ofrece ningún interés durante los dos años siguientes. En la fecha 20 de julio de 1883 encontramos las líneas siguientes). 20 DE JULIO DE 1883.— Florencia. Triste recuerdo dentro de poco. Me paseaba por los Cassines cuando una mujer hizo parar su coche y me llamó. Era la princesa de Vanoris. Tan pronto me tuvo al alcance de la voz: —¡Oh!, marqués, mi querido marqués, ¡qué contenta estoy de reencontrarle! Rápido, rápido, deme noticias de la marquesa; es realmente la mujer más encantadora que he visto en toda mi vida!. Me quedé sorprendido, no sabiendo qué decir y golpeado en el corazón de una forma violenta. Balbuceé: —No me hable nunca de ella, princesa, hace tres años que la he perdido. Ella me cogió la mano. —¡Oh! ¡Cómo lo siento, amigo mío! Se fue. Me sentí triste, descontento, pensando en Berthe, como si acabáramos de separarnos. ¡El Destino muy a menudo se equivoca! Cuántas mujeres honestas habían nacido para ser mujerzuelas, y lo demuestran. ¡Pobre Berthe! Cuántas otras habían nacido para ser mujeres honestas...y ésta...más que las demás...tal vez....En fin, no pensemos más. JOURNAL DU MARQUIS DE ROSEVEYRE 12 juin 1880. - A Loëche ! On veut que j'aille passer un mois à Loëche ! Miséricorde ! Un mois dans cette ville qu'on dit être la plus triste, la plus morte, la plus ennuyeuse des villes d'eaux ! Que dis-je, une ville ? C'est un trou, à peine un village ! On me condamne à un mois de bagne, enfin ! 13 juin. - J'ai songé toute la nuit à ce voyage qui m'épouvante. Une seule chose me reste à faire, je vais emmener une femme ! Cela pourra me distraire, peut-être ? Et puis j'apprendrai, par cette épreuve, si je suis mûr pour le mariage. Un mois de tête-à-tête, un mois de vie commune avec quelqu'un, de vie à deux complète, de causerie à toute heure du jour et de la nuit. Diable ! Prendre une femme pour un mois n'est pas si grave, il est vrai, que de la prendre pour la vie ; mais c'est déjà beaucoup plus sérieux que de la prendre pour un soir. Je sais que je pourrai la renvoyer, avec quelques centaines de louis ; mais alors je resterai seul à Loëche, ce qui n'est pas drôle ! Le choix sera difficile. Je ne veux ni une coquette ni une sotte. Il faut que je ne puisse être ni ridicule ni honteux d'elle. Je veux bien qu'on dise : "Le marquis de Roseveyre est en bonne fortune" ; mais je ne veux pas qu'on chuchote : "Ce pauvre marquis de Roseveyre !" En somme, il faut que je demande à ma compagne passagère toutes les qualités que j'exigerais de ma compagne définitive. La seule différence à faire est celle qui existe entre l'objet neuf et l'objet d'occasion. Baste ! on peut trouver, j'y vais songer ! 14 juin. - Berthe !... Voilà mon affaire. Vingt ans, jolie, sortant du Conservatoire, attendant un rôle, future étoile. De la tenue, de la fierté, de l'esprit et de... l'amour. Objet d'occasion pouvant passer pour neuf. 15 juin. - Elle est libre. Sans engagement d'affaires ou de coeur, elle accepte, j'ai commandé moi-même ses robes, pour qu'elle n'ait pas l'air d'une fille. 20 juin. - Bâle. Elle dort. Je vais commencer mes notes de voyage. Elle est charmante tout à fait. Quand elle est venue au-devant de moi à la gare, je ne la reconnaissais pas, tant elle avait l'air femme du monde. Certes elle a de l'avenir, cette enfant... au théâtre. Elle me sembla changée de manières, de démarche, d'attitude, de gestes, de sourire, de voix, de tout, irréprochable enfin. Et coiffée ! oh ! coiffée d'une façon divine, d'une façon charmante et simple, en femme qui n'a plus à attirer les yeux, qui n'a plus à plaire à tous, dont le rôle n'est plus de séduire, du premier coup, ceux qui la voient, niais qui veut plaire à un seul, discrètement, uniquement. Et cela se montrait en toute son allure. C'était indiqué si finement et si complètement, la métamorphose m'a paru si absolue et si savante, que je lui offris mon bras comme j'aurais fait à ma femme. Elle le prit avec aisance comme si elle eût été ma femme. En tête à tête dans le coupée nous sommes restés d'abord immobiles et muets. Puis elle releva sa voilette et sourit... Rien de plus. Un sourire de bon ton. Oh ! je craignais le baiser, la comédie de la tendresse, l'éternel et banal jeu des filles ; mais non, elle s'est tenue. Elle est forte. Puis nous avons causé un peu comme des jeunes époux, un peu comme des étrangers. C'était gentil. Elle souriait souvent en me regardant. C'est moi maintenant qui avais envie de l'embrasser. Mais je suis demeuré calme. A la frontière, un fonctionnaire galonné ouvrit brusquement la portière et me demanda : - Votre nom, monsieur ? Je fus surpris. Je répondis : - Marquis de Roseveyre. - Vous allez ? - Aux eaux de Loëche, dans le Valais. Il écrivait sur un registre. Il reprit : - Madame est votre femme ? Que faire ? Que répondre ? je levai les yeux vers elle, en hésitant. Elle était pâle et regardait au loin... Je sentis que j'allais l'outrager bien gratuitement. Et puis, enfin, j'en faisais ma compagne, pour un mois. Je prononçai : - Oui, monsieur. je la vis soudain rougir. J'en fus heureux. Mais à l'hôtel, ici, en arrivant, le propriétaire lui tendit le registre. Elle me le passa tout aussitôt ; et je compris qu'elle me regardait écrire. C'était notre premier soir d'intimité !... Une fois la page tournée, qui donc le lirait, ce registre ? Je traçai : "Marquis etmarquise de Roseveyre, se rendant à Loëche" 21 juin. - Six heures du matin. Bâle. Nous partons pour Berne. J'ai eu la main heureuse, décidément. 21 juin. - Dix heures du soir. Singulière journée. Je suis un peu ému. C'est bête et drôle. Pendant le trajet, nous avons peu parlé. Elle s'était levée un peu tôt ; elle était fatiguée ; elle sommeillait. Sitôt à Berne, nous avons voulu contempler ce panorama des Alpes que je ne connaissais point ; et nous voici partis à travers la ville, comme deux jeunes mariés. Et soudain nous apercevons une plaine démesurée, et là-bas, là-bas, les glaciers. De loin, comme ça, ils ne semblaient pas immenses, et cependant cette vue m'a fait passer un frisson dans les veines. Un radieux soleil couchant tombait sur nous ; la chaleur était terrible. Ils restaient froids et blancs, eux, les monts de glace. La Jungfrau, la Vierge, dominant ses frères, tendait son large flanc de neige, et tous, jusqu'à perte de vue, se dressaient autour d'elle, les géants à tête pâle, les éternels sommets gelés que le jour mourant faisait plus clairs, comme argentés sur l'azur foncé du soir. Leur foule inerte et colossale donnait l'idée du commencement d'un monde surprenant et nouveau, d'une région escarpée, morte, figée mais attirante comme la mer, pleine d'un pouvoir de séduction mystérieuse. L'air qui avait caressé ces cimes toujours gelées semblait venir à nous par-dessus les campagnes étroites et fleuries, autre que l'air fécondant des plaines. Il avait quelque chose d'âpre et de fort, de stérile, comme une saveur des espaces inaccessibles. Berthe, éperdue, regardait sans cesse sans pouvoir prononcer un mot. Tout à coup elle me prit la main et la serra. J'avais moi-méme à l'âme cette sorte de fièvre, cette exaltation qui nous saisit devant certains spectacles inattendus. Je pris cette petite main frémissante et je la portai à mes lèvres ; et je la baisai, ma foi, avec amour. J'en suis resté un peu troublé. Mais par qui ? Par elle, ou par les glaciers ? 24 juin. - Loëche, dix heures du soir. Tout le voyage a été délicieux. Nous avons passé un demi-jour à Thun, à regarder la rude frontière des montagnes que nous devions franchir le lendemain. Au soleil levant, nous avons traversé le lac, le plus beau de la Suisse peut-être. Des mulets nous attendaient. Nous nous sommes assis sur leur dos et nous voici partis. Après avoir déjeuné dans une petite ville, nous avons commencé à gravir, entrant lentement dans la gorge qui monte, boisée, toujours dominée par de hautes cimes. De place en place, sur les pentes qui semblent venir du ciel, on distingue des points blancs, des chalets poussés là on ne sait comment. Nous avons franchi des torrents, aperçu parfois, entre deux sommets élancés et couverts de sapins, une immense pyramide de neige qui semblait si proche qu'on aurait juré d'y parvenir en vingt minutes, mais qu'on aurait à peine atteinte en vingt-quatre heures. Parfois nous traversions des chaos de pierres, des plaines étroites jonchées de rocs éboulés comme si deux montagnes s'étaient heurtées dans cette lice, laissant sur le champ de bataille les débris de leurs membres de granit. Berthe, exténuée , dormait sur sa bête, ouvrant parfois les yeux pour voir encore. Elle finit par s'assoupir, et je la soutenais d'une main, heureux de ce contact, de sentir à travers sa robe la douce chaleur de son corps. La nuit vint, nous montions toujours. On s'arrêta devant la porte d'une petite auberge perdue dans la montagne. Nous avons dormi ! Oh ! dormi ! Au jour levant, je courus à la fenêtre, et je poussai un cri. Berthe arriva près de moi et demeura stupéfaite et ravie. Nous avions dormi dans les neiges. Tout autour de nous, des monts énormes et stériles dont les os gris saillaient sous leur manteau blanc, des monts sans pins, mornes et glacés, s'élevaient si haut qu'ils semblaient inaccessibles. Une heure après nous être remis en route, nous aperçûmes, au fond de cet entonnoir de granit et de neige, un lac noir, sombre, sans une ride, que nous avons longtemps suivi. Un guide nous apporta quelques edelweiss, les pâles fleurs des glaciers. Berthe s'en fit un bouquet de corsage. Soudain, la gorge de rochers s'ouvrit devant nous, découvrant un horizon surprenant : toute la chaîne des Alpes piémontaises au-delà de la vallée du Rhône. Les grands sommets, de place en place, dominaient la foule des moindres cimes. C'étaient le mont Rose, grave et pesant ; le Cervin, droite pyramide où tant d'hommes sont morts, la Dent-du-Midi ; cent autres pointes blanches luisantes comme des têtes de diamants, sous le soleil. Mais brusquement le sentier que nous suivions s'arrêta au bord d'un abîme, et dans le gouffre, dans le fond du trou noir creux de deux mille mètres, enfermé entre quatre murailles de rochers droits, bruns, farouches, sur une nappe de gazon, nous aperçûmes quelques points blancs assez semblables à des moutons dans un pré. C'étaient les maisons de Loëche. Il fallut quitter les mulets, la route étant périlleuse. Le sentier descend le long du roc, serpente, tourne, va, revient, dominant toujours le précipice, et toujours aussi le village qui grandit à mesure qu'on approche. C'est là ce qu'on appelle le passage de la Gemmi, un des plus beaux des Alpes, sinon le plus beau. Berthe s'appuyant sur moi, poussait des cris de joie et des cris d'effroi, heureuse et peureuse comme une enfant. Comme nous étions à quelques pas des guides et cachés par une saillie de roche, elle m'embrassa. Je l'étreignis... Je m'étais dit : - A Loëche, j'aurai soin de faire comprendre que je ne suis point avec ma femme. Mais partout je l'avais traitée comme telle, partout je l'avais fait passer pour la marquise de Roseveyre. Je ne pouvais guère maintenant l'inscrire sous un autre nom. Et puis je l'aurais blessée au coeur, et vraiment elle était charmante. Mais je lui dis : - Ma chère amie, tu portes mon nom ; on me croit ton mari ; j'espère que tu te conduiras envers tout le monde avec une extrême prudence et une extrême discrétion. Pas de connaissances, pas de causeries, pas de relations. Qu'on te croie fière, mais agis en sorte que je n'aie jamais à me reprocher ce que j'ai fait. Elle répondit : - N'aie pas peur, mon petit René. 26 juin. - Loëche n'est pas triste. Non. C'est sauvage, mais très beau. Cette muraille de roches hautes de deux mille mètres, d'où glissent cent torrents pareils à des filets d'argent ; ce bruit éternel de l'eau qui roule ; ce village enseveli dans les Alpes d'où l'on voit, comme du fond d'un puits, le soleil lointain traverser le ciel ; le glacier voisin, tout blanc dans l'échancrure de la montagne, et ce vallon plein de ruisseaux, plein d'arbres, plein de fraîcheur et de vie, qui descend vers le Rhône et laisse voir à l'horizon les cimes neigeuses du Piémont : tout cela me séduit et m'enchante. Peut-être que... si Berthe n'était pas là ?... Elle est parfaite, cette enfant, réservée et distinguée plus que personne. J'entends dire : - Comme elle est jolie, cette petite marquise !... 27 juin. - Premier bain. On descend directement de la chambre dans les piscines, où vingt baigneurs trempent, déjà vêtus de longues robes de laine, hommes et femmes ensemble. Les uns mangent, les autres lisent, les autres causent. On pousse devant soi de petites tables flottantes. Parfois on joue au furet, ce qui n'est pas toujours convenable. Vus des galeries qui entourent le bain, nous avons l'air de gros crapauds dans un baquet. Berthe est venue s'asseoir dans cette galerie pour causer un peu avec moi. On l'a beaucoup regardée. 28 juin. - Deuxième bain. Quatre heures d'eau. J'en aurai huit heures dans huit jours. J'ai pour compagnons plongeurs le prince de Vanoris (Italie), le comte Lovenberg (Autriche), le baron Samuel Vernhe (Hongrie ou ailleurs), plus une quinzaine de personnages de moindre importance, mais tous nobles. Tout le monde est noble dans les villes d'eaux. Ils me demandent, l'un après l'autre, à être présentés à Berthe. Je réponds : "Oui !" et je me dérobe. On me croit jaloux, c'est bête ! 29 juin. - Diable ! diable ! la princesse de Vanoris est venue elle-même me trouver, désirant faire la connaissance de ma femme, au moment où nous rentrions à l'hôtel. J'ai présenté Berthe, mais je l'ai priée d'éviter avec soin de rencontrer cette dame. 2 juillet. - Le prince nous a pris au collet pour nous mener dans son appartement, où tous les baigneurs de marque prenaient le thé. Berthe était certes mieux que toutes les femmes ; mais que faire ? 3 juillet. - Ma foi, tant pis ! Parmi ces trente gentilshommes, n'en est-il pas au moins dix de fantaisie ? Parmi ces seize ou dix-sept femmes, en est-il plus de douze sérieusement mariées ; et, sur ces douze, en est-il plus de six irréprochables ? Tant pis pour elles, tant pis pour eux ! Ils l'ont voulu ! 10 juillet. - Berthe est la reine de Loëche ! Tout le monde en est fou ; on la fête, on la gâte, on l'adore ! Elle est d'ailleurs superbe de grâce et de distinction. On m'envie. La princesse de Vanoris m'a demandé : - Ah ! çà, marquis, où donc avez-vous trouvé ce trésor-là ? J'avais envie de répondre : - Premier prix du Conservatoire, classe de comédie, engagée à l'Odéon, libre à partir du 5 août 1880 ! Quelle tête elle aurait fait, miséricorde ! 20 juillet. - Berthe est vraiment surprenante. Pas une faute de tact, pas une faute de gout ; une merveille ! 10 août. - Paris. Fini. J'ai le coeur gros. La veille du départ, je crus que tout le monde allait pleurer. On résolut d'aller voir lever le soleil sur le Torrenthorn, puis de redescendre pour l'heure de notre départ. On se mit en route vers minuit, sur des mulets. Des guides portaient des falots : et la longue caravane se déroulait dans les chemins tournants de la forêt de pins. Puis on traversa les pâturages où des troupeaux de vaches errent en liberté. Puis on atteignit la région des pierres, où l'herbe elle-même disparaît. Parfois, dans l'ombre, on distinguait, soit à droite, soit à gauche, une masse blanche, un amoncellement de neige dans un trou de la montagne. Le froid devenait mordant, piquait les yeux et la peau. Le vent desséchant des sommets soufflait, brûlant les gorges, apportant les haleines gelées de cent lieues de pics de glace. Quand on parvint au faite, il faisait nuit encore. On déballa toutes les provisions pour boire le champagne au soleil levant. Le ciel pâlissait sur nos têtes. Nous apercevions déjà un gouffre à nos pieds ; puis, à quelques centaines de mètres, un autre sommet. L'horizon entier semblait livide, sans qu'on distinguât rien encore au loin. Bientôt on découvrit, à gauche, une cime énorme, la Jungfrau, puis une autre, puis une autre. Elles apparaissaient peu à peu comme si elles se fussent levées dans le jour naissant. Et nous demeurions stupéfaits de nous trouver ainsi au milieu de ces colosses, dans ce pays désolé de la neige éternelle. Soudain, en face, se déroula la chaîne démesurée du Piémont. D'autres cimes apparurent au nord. C'était bien l'immense pays des grands monts aux fronts glacés, depuis le Rhindenhorn, lourd comme son nom, jusqu'au fantôme à peine visible du patriarche des Alpes, le mont Blanc. Les uns étaient fiers et droits, d'autres accroupis, d'autres difformes, mais tous pareillement blancs, comme si quelque Dieu avait jeté sur la terre bossue une nappe immaculée. Les uns semblaient si près qu'on aurait pu sauter dessus ; les autres étaient si loin qu'on les distinguait à peine. Le ciel devint rouge ; et tous rougirent. Les nuages semblaient saigner sur eux. C'était superbe, presque effrayant. Mais bientôt la nue enflammée pâlit, et toute l'armée des cimes insensiblement devint rose, d'un rose doux et tendre comme des robes de jeune fille. Et le soleil parut au-dessus de la nappe des neiges. Alors, tout à coup, le peuple entier des glaciers fut blanc, d'un blanc luisant, comme si l'horizon eût été plein d'une foule de dômes d'argent. Les femmes, extasiées, regardaient cela. Elles tressaillirent, un bouchon de champagne venait de sauter ; et le prince de Vanoris, présentant un verre à Berthe, s'écria : - Je bois à la marquise de Roseveyre ! Tous crièrent : "Je bois à la marquise de Roseveyre !" Elle monta debout sur sa mule et répondit : - Je bois à tous mes amis ! Trois heures plus tard, nous prenions le train pour Genève, dans la vallée du Rhône. A peine fûmes-nous seuls que Berthe, si heureuse et si gaie tout à l'heure, se mit à sangloter, la figure dans ses mains. Je m'élançai à ses genoux : - Qu'as-tu ? qu'as-tu ? dis-moi, qu'as-tu ? Elle balbutia à travers ses larmes : - C'est... c'est... c'est donc fini d'être une honnête femme ! Certes, je fus à ce moment sur le point de faire une bêtise, une grande bêtise !... Je ne la fis pas. Je quittai Berthe en rentrant à Paris. J'aurais peut-être été trop faible, plus tard. (Le journal du marquis de Roseveyre n'offre aucun intérêt pendant les deux années qui suivirent. Nous retrouvons à la date du 20 juillet 1883 les lignes suivantes.) 20 juillet 1883. - Florence. Triste souvenir tantôt. Je me promenais aux Cassines quand une femme fit arrêter sa voiture et m'appela. C'était la princesse de Vanoris. Dès qu'elle me vit à portée de voix : - Oh ! marquis, mon cher marquis, que je suis contente de vous rencontrer ! Vite, vite, donnez-moi des nouvelles de la marquise ; c'est bien la plus charmante femme que j'aie vue en toute ma vie. Je restai surpris, ne sachant que dire et frappé au coeur d'un coup violent. Je balbutiai : - Ne me parlez jamais d'elle, princesse, voici trois ans que je l'ai perdue. Elle me prit la main. - Oh ! que je vous plains, mon ami. Elle me quitta. Je suis rentré triste, mécontent, pensant à Berthe, comme si nous venions de nous séparer. Le Destin bien souvent se trompe ! Combien de femmes honnêtes étaient nées pour être des filles, et le prouvent. Pauvre Berthe ! Combien d'autres étaient nées pour être des femmes honnêtes... Et celle-là... plus que toutes... peut-être... Enfin... n'y pensons plus.
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