(Primera versión) El doctor Marrande, el más ilustre y más eminente de los alienistas, había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora con él, a la casa de salud que dirigía, para mostrarles a uno de sus enfermos. En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les dijo: «Voy a someter a su consideración el caso más raro e inquietante que he conocido nunca. Por lo demás, nada tengo que decirles de mi cliente. Él mismo hablará». Tocó el doctor entonces la campanilla. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, con esa delgadez de ciertos locos a los que roe un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.
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(Primera versión) El doctor Marrande, el más ilustre y más eminente de los alienistas, había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora con él, a la casa de salud que dirigía, para mostrarles a uno de sus enfermos. En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les dijo: «Voy a someter a su consideración el caso más raro e inquietante que he conocido nunca. Por lo demás, nada tengo que decirles de mi cliente. Él mismo hablará». Tocó el doctor entonces la campanilla. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, con esa delgadez de ciertos locos a los que roe un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis. Tras saludar y sentarse, dijo: «Sé, caballeros, por qué se han reunido aquí y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo me ha creído loco. Hoy duda. Dentro de un rato, todos ustedes sabrán que mi mente es tan sana, tan lúcida y tan clarividente como las suyas, por desgracia para mí, para ustedes y para toda la humanidad. »Pero quiero empezar por los hechos mismos, por los simples hechos. Son éstos: »Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado, mi fortuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Vivía, pues, en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Me gusta la caza y la pesca. A mis espaldas, encima de las grandes rocas que dominan mi casa, tenía uno de los bosques más hermosos de Francia, el de Roumare, y delante de mí uno de los ríos más hermosos del mundo. »Mi morada es grande, pintada de blanco por fuera, hermosa, antigua, en medio de un gran jardín plantado de árboles magníficos que sube hasta el bosque escalando las enormes rocas de que les he hablado hace un momento. »Mi servidumbre se compone, o mejor se componía, de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una lavandera que era al mismo tiempo una especie de criada para todo. Toda esta gente vivía en mi casa desde hacía diez a dieciséis años, me conocía, conocía mi morada, la región y todo cuanto rodeaba mi vida. Eran servidores buenos y tranquilos. Importa para lo que voy a decir. »Añadiré que el Sena, que bordea mi huerta, es navegable hasta Ruán, como sin duda ustedes saben; y que todos los días veía yo pasar grandes barcos de vela y de vapor procedentes de todos los confines del mundo. »Así pues, el pasado otoño hará un año que, de pronto, me sentí dominado por unos malestares extraños e inexplicables. Al principio fue una especie de inquietud nerviosa que me mantenía en vela noches enteras, en medio de tal sobreexcitación que el menor ruido me hacía estremecerme. Mi humor se agrió. Me dominaban repentinas cóleras inexplicables. Llamé a un médico que me recetó bromuro de potasio y duchas. »Así pues, me hice duchar mañana y tarde, y empecé a beber bromuro. No tardé mucho en volver a dormir, pero con un sueño más espantoso que el insomnio. Nada más acostarme, cerraba los ojos y quedaba anonadado. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero de la que brusca, horriblemente, me sacaba la espantosa sensación de un peso abrumador sobre mi pecho y de una boca que devoraba mi vida por la boca. ¡Qué sacudidas! No conozco nada más espantoso. »Figúrense un hombre dormido, al que asesinan, y que despierta con un cuchillo en la garganta; y que, cubierto de sangre, lanza estertores y no puede respirar, y que va a morir, y que no comprende nada... ¡Eso era! »Adelgazaba de forma inquietante y continua; y de pronto me di cuenta de que mi cochero, que era muy gordo, empezaba a adelgazar como yo. »Por fin le pregunté: »—¿Qué le ocurre, Jean? Usted está enfermo. »Me respondió: »—Me parece que tengo la misma enfermedad que el señor. Son mis noches las que echan a perder mis días. »Pensé, pues, que había en la casa una influencia febril debida a la vecindad del río, y estaba a punto de marcharme por dos o tres meses, aunque estuviésemos en plena temporada de caza, cuando un minúsculo suceso muy extraño, en el que reparé por casualidad, dio lugar a una serie de descubrimientos tan inverosímiles, fantásticos y espantosos que me quedé. »Cierta noche que tenía sed, bebí medio vaso de agua y observé que mi jarra, colocada encima de la cómoda frente a mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal. »Durante la noche tuve uno de esos sueños espantosos de que acabo de hablarles. Encendí mi vela, presa de una angustia espantosa, y, cuando quise volver a beber, vi atónito que mi jarra estaba vacía. No podía creer a mis ojos. O alguien había entrado en mi habitación, o yo era sonámbulo. »A la noche siguiente quise hacer la misma prueba. Cerré pues la puerta con llave para estar seguro de que nadie podía entrar en mi cuarto. Me dormí y me desperté como todas las noches. Se habían bebido todo el agua que yo mismo había visto dos horas antes. »¿Quién se había bebido aquel agua? Yo, sin duda, y sin embargo estaba seguro, absolutamente seguro, de no haber hecho ningún movimiento en mi sueño profundo y doloroso. »Recurrí entonces a ardides para convencerme de que no era yo quien cometía aquellos actos inconscientes. Una noche puse junto a la jarra una botella de viejo burdeos, una taza de leche por la que siento horror, y pastas de chocolate que adoro. »El vino y las pastas permanecieron intactos. La leche y el agua desaparecieron. Entonces cambié todas las noches las bebidas y los alimentos. Nunca tocó nadie las cosas sólidas, compactas, y nunca bebió nadie, en materia de líquidos, otra cosa que leche fresca y agua sobre todo. »Pero en mi alma seguía aquella duda punzante. ¿Era yo quien se levantaba sin tener conciencia de ello y quien bebía incluso las cosas odiadas, porque mis sentidos abotargados por el sueño sonambúlico podían modificarse, haber perdido sus repugnancias ordinarias y adquirido gustos diferentes? »Me serví entonces de un nuevo ardid contra mí mismo. Envolví todos los objetos que inevitablemente había que tocar con vendas de muselina blanca y las recubrí además con una servilleta de batista. »Luego, en el momento de meterme en la cama, me embadurné las manos, los labios y el bigote con mina de plomo. »A1 despertar todos los objetos seguían inmaculados aunque los habían tocado, porque la servilleta no estaba colocada como yo la había dejado; además, se habían bebido el agua y la leche. Mi puerta cerrada con una llave de seguridad y mis persianas cerradas con candado por prudencia no habían podido dejar entrar a nadie. »Me planteé entonces esta temible pregunta. ¿Quién estaba allí, todas las noches, a mi lado? »Me doy cuenta, señores, de que estoy relatándoles todo esto demasiado deprisa. Sonríen ustedes, ya tienen formada su opinión: “Es un loco.” Hubiera debido describirles de modo más amplio la emoción de un hombre que, encerrado en su cuarto, y de mente sana, mira, a través del cristal de una jarra, un poco de agua que ha desaparecido mientras él dormía. Hubiera debido hacerles comprender la renovada tortura de cada noche y cada mañana, y ese sueño invencible, y ese despertar más espantoso todavía. »Pero sigo. »De pronto, el milagro cesó. Nadie tocaba ya nada en mi cuarto. Se había acabado. Además, empecé a mejorar. Volvió a mí la alegría al saber que uno de mis vecinos, el señor Legite, se hallaba exactamente en el estado en que yo mismo me había encontrado. De nuevo creí en una influencia febril en la región. Mi cochero me había abandonado hacía un mes, muy enfermo. »Había pasado el invierno, empezaba la primavera. Pero una mañana, cuando paseaba junto a mi parterre de rosales, vi, vi con toda claridad, a mi lado, el tallo de una de las rosas más bellas romperse como si una mano invisible lo hubiera cortado; la flor siguió luego la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y quedó suspendida en el aire transparente, completamente sola, inmóvil, terrible, a tres pasos de mis ojos. »Dominado por un espanto loco, me arrojé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces me vi dominado por una ira furiosa contra mí mismo. ¡No le está permitido a un hombre razonable y serio tener alucinaciones semejantes! »Pero ¿era una alucinación? Busqué el tallo. Lo encontré inmediatamente sobre el arbusto, recién cortado, entre otras dos rosas que seguían en la rama; porque eran tres, que yo había visto perfectamente. »Entonces volví a casa con el alma turbada. Escúchenme, señores, estoy tranquilo; yo no creía en lo sobrenatural, incluso hoy sigo sin creer; pero a partir de ese momento estuve seguro, seguro como del día y de la noche, de que a mi lado existía un ser invisible que me había acosado primero, luego me había abandonado y ahora volvía. »Tuve prueba de ello algo más tarde. »En primer lugar, todos los días estallaban entre mis criados disputas furiosas por mil causas fútiles en apariencia, pero desde entonces cargadas de sentido para mi. »Un jarrón, un hermoso jarrón de Venecia se rompió solo, en pleno día, sobre el aparador del comedor. »El ayuda de cámara acusó a la cocinera, que acusó a la costurera, que acusó a no sé quién. »Puertas cerradas por la noche aparecían abiertas por la mañana. Todas las noches robaban leche en la despensa. ¡Ah! »¿Quién era? ¿De qué naturaleza? Una curiosidad exasperada, mezclada a la cólera y al espanto, me mantenía noche y día en un estado de extrema agitación. »Pero la casa volvió a quedar tranquila una vez más; y de nuevo creía que se trataba de sueños cuando ocurrió lo siguiente: »Eran las nueve de la noche del 20 de julio. Hacía mucho calor; había dejado mi ventana abierta de par en par, mi lámpara estaba encendida encima de la mesa, alumbrando un volumen de Musset abierto por «La noche de mayo»; y yo me había echado en un gran sillón donde me dormí. »Cuando llevaba unos cuarenta minutos dormido, volví a abrir los ojos, sin hacer movimiento alguno, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. Al principio no vi nada, y luego, de golpe, me pareció que una página del libro acababa de volverse completamente sola. Ningún soplo de brisa había entrado por la ventana. Me quedé pasmado; y me puse a esperar. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, si, vi, vi, señores, con mis propios ojos, cómo otra página se levantaba y volvía a caer sobre la anterior como si un dedo la hubiera pasado. Mi sillón parecía vacío, ¡pero comprendí que él estaba allí, él! Crucé el cuarto de un salto para cogerle, para tocarle, para agarrarle, si es que era posible. Pero antes de llegar hasta el sillón, cayó por los suelos como si alguien huyese delante de mí; también cayó mi lámpara, que, roto el cristal, se apagó; y la ventana, bruscamente empujada como si un malhechor la hubiese agarrado en su huida, fue a golpear contra su tope... ¡Ah! »Me lancé sobre la campanilla y llamé. Cuando apareció mi ayuda de cámara, le dije: »—He tirado todo y lo he roto todo. Traiga luz. »No volví a dormirme esa noche. Y sin embargo, podía haber sido juguete de una ilusión. Cuando despiertan, los sentidos permanecen turbados. ¿No había sido yo el que había derribado el sillón y la lámpara al precipitarme como un loco? »¡No, no había sido yo! Lo sabía sin ningún género de dudas. Y sin embargo quería creerlo. »Esperen. ¡El Ser! ¿Cómo lo nombraría? ¡El Invisible! No, eso no basta. Le he bautizado el Horla. ¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla apenas me abandonaba a partir de ese momento. Día y noche yo tenía la sensación, la certidumbre de la presencia de aquel inasequible vecino, y también la certidumbre de que él se llevaba mi vida, hora a hora, minuto a minuto. »La imposibilidad de verle me exasperaba, y por eso encendía todas las luces de mi piso como si, en esa claridad, pudiera descubrirlo. »Por fin, le vi. »Ustedes no me creen. Sin embargo, le vi. »Estaba yo sentado delante de un libro cualquiera, sin leer, al acecho, con todos mis órganos sobreexcitados, acechando a quien sentía cerca de mí. Desde luego estaba allí. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo alcanzarle? »Delante de mí tenía yo la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha la chimenea. A la izquierda, la puerta, que había cerrado cuidadosamente. A mi espalda, un gran armario de espejo, que me servía cada día para afeitarme y vestirme, y en el que solía mirarme de la cabeza a los pies cada vez que pasaba por delante. »Así pues, fingía estar leyendo; para engañarle, porque también él me espiaba; y de pronto sentí, estuve seguro de que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozándome la oreja. »Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Y... allí se veía como en pleno día... ¡y no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no estaba dentro... Y yo me encontraba enfrente... ¡Delante de mí tenía el gran cristal límpido de arriba abajo! Y yo miraba aquello con ojos enloquecidos, sin atreverme a seguir avanzando, comprendiendo que entre nosotros se encontraba él, y que volvería a escapárseme, pero que su cuerpo imperceptible estaba absorbido por mi reflejo. »¡Qué miedo pasé! Luego, de pronto, empecé a vislumbrarme en medio de una bruma, en el fondo del espejo, en una bruma como a través de una capa de agua; y me parecía que esa agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviendo más nítida mi imagen segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no parecía poseer contornos netamente definidos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco. »Al fin pude distinguirme por completo, tal y como me veo cada día al mirarme. »Le había visto. Me quedó un espanto que todavía me hace estremecerme. »Al día siguiente vine aquí, donde rogué que me retuviesen. caballeros, concluyo. »El doctor Marrande, después de haber dudado mucho tiempo, se decidió a viajar, él solo, a mi tierra. »En la actualidad, tres de mis vecinos están atacados por la misma enfermedad que yo. ¿No es verdad?» El médico respondió: «¡Verdad!» —Usted les aconsejó que dejasen agua y leche todas las noches en su cuarto para ver si esos líquidos desaparecían. Y han desaparecido. ¿No han desaparecido esos líquidos igual que en mi casa? El médico respondió con solemne gravedad: —¡Han desaparecido! —¡Así pues, caballeros, un Ser, un Ser nuevo, que sin duda no tardará en multiplicarse como nosotros nos hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra! »¡Ah! ¿Sonríen ustedes? ¿Por qué? Porque ese Ser sigue siendo invisible. Pero nuestro ojo, señores, es un órgano tan elemental que apenas puede distinguir otra cosa que lo indispensable para nuestra existencia. Lo que es demasiado pequeño se le escapa, lo que es demasiado grande se le escapa, lo que está demasiado lejos se le escapa. Ignora los millares de pequeños animalillos que viven en una gota de agua. Desconoce los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas vecinas; ni siquiera ve lo transparente. »Coloquen delante de nuestros ojos un espejo falto de un azogue perfecto, no lo distinguirá y ellos mismos nos lanzarán contra él, como el pájaro enjaulado en una casa, que se rompe la cabeza contra los cristales. Por lo tanto, no ve los cuerpos sólidos y transparentes que, sin embargo, existen, no ve el aire de que nos alimentamos, no ve el viento que es la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba hombres, abate edificios, desarraiga árboles, alza el mar en montañas de agua que hacen desmoronarse acantilados de granito. »¿Qué tiene de sorprendente que no vean un cuerpo nuevo, al que sin duda le falta la única propiedad de detener los rayos luminosos? »¿Distinguen ustedes la electricidad? Y sin embargo existe. »Ese ser, que yo he llamado el Horla, también existe. »¿Quién es? Señores, ¡es el que la tierra espera después del hombre! El que viene a destronarnos, a someternos, a domarnos, y tal vez a alimentarse de nosotros igual que nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes. »¡Se le presiente, se le teme y se le anuncia desde hace siglos! El miedo a lo Invisible siempre ha acosado a nuestros padres. »Ha llegado. »Todas las leyendas de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire inasequibles y malhechores hablaban de él; de él, presentido por el hombre inquieto y ya estremecido. »Y todo lo que ustedes mismos, caballeros, hacen desde hace algunos años, eso que ustedes llaman hipnotismo, sugestión y magnetismo... ¡es a él a quien ustedes anuncian, a quien ustedes profetizan! »Yo les digo que ha llegado ya. Que merodea inquieto a su vez como los primeros hombres, ignorante todavía de su fuerza y su poder, que conocerá pronto, demasiado pronto. »Y, para terminar, caballeros, he aquí un fragmento de periódico que ha caído por casualidad en mis manos y que procede de Río de Janeiro. Leo: «Una especie de epidemia de locura parece causar estragos desde hace algún tiempo en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes de varios pueblos han huido abandonando sus tierras y casas, y diciéndose perseguidos y devorados por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento durante su sueño y que, además, no beben más que agua y algunas veces leche.” »Y yo añado que pocos días antes del primer ataque de la enfermedad de que he estado a punto de morir, recuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco brasileño de tres palos con las banderas desplegadas... Ya les he dicho que mi casa estaba a orillas del agua... completamente blanca... No cabe duda de que él venía escondido en ese barco... » No tengo nada más que decir, caballeros. » El doctor Marrande se incorporó y susurró: —Yo tampoco. No sé si este hombre está loco y si lo estamos los dos... o si... si nuestro sucesor ha llegado realmente... (Première version.) Le docteur Marrande, le plus illustre et le plus éminent des aliénistes, avait prié trois de ses confrères et quatre savants, s'occupant de sciences naturelles, de venir passer une heure chez lui, dans la maison de santé qu'il dirigeait, pour leur montrer un de ses malades. Aussitôt que ses amis furent réunis, il leur dit : "Je vais vous soumettre le cas le plus bizarre et le plus inquiétant que j'aie jamais rencontré. D'ailleurs, je n'ai rien à vous dire de mon client. Il parlera lui-même." Le docteur alors sonna. Un domestique fit entrer un homme. Il était fort maigre, d'une maigreur de cadavre, comme sont maigres certains fous que ronge une pensée, car la pensée malade dévore la chair du corps plus que la fièvre ou la phtisie. Ayant salué et s'étant assis, il dit : Messieurs, je sais pourquoi on vous a réunis ici et je suis prêt à vous raconter mon histoire, comme m'en a prié mon ami le docteur Marrande. Pendant longtemps il m'a cru fou. Aujourd'hui il doute. Dans quelque temps, vous saurez tous que j'ai l'esprit aussi sain, aussi lucide, aussi clairvoyant que les vôtres, malheureusement pour moi, et pour vous, et pour l'humanité tout entière. Mais je veux commencer par les faits eux-mêmes, par les faits tout simples. Les voici : J'ai quarante-deux ans. Je ne suis pas marié, ma fortune est suffisante pour vivre avec un certain luxe. Donc j'habitais une propriété sur les bords de la Seine, à Biessard, auprès de Rouen. J'aime la chasse et la pêche. Or, j'avais derrière moi, au-dessus des grands rochers qui dominaient ma maison, une des plus belles forêts de France, celle de Roumare, et devant moi un des plus beaux fleuves du monde. Ma demeure est vaste, peinte en blanc à l'extérieur, jolie, ancienne, au milieu d'un grand jardin planté d'arbres magnifiques et qui monte jusqu'à la forêt, en escaladant les énormes rochers dont je vous parlais tout à l'heure. Mon personnel se compose, ou plutôt se composait d'un cocher, un jardinier, un valet de chambre, une cuisinière et une lingère qui était en même temps une espèce de femme de charge. Tout ce monde habitait chez moi depuis dix à seize ans, me connaissait, connaissait ma demeure, le pays, tout l'entourage de ma vie. C'étaient de bons et tranquilles serviteurs. Cela importe pour ce que je vais dire. J'ajoute que la Seine, qui longe mon jardin, est navigable jusqu'à Rouen, comme vous le savez sans doute ; et que je voyais passer chaque jour de grands navires soit à voile, soit à vapeur, venant de tous les coins du monde. Donc, il y a eu un an à l'automne dernier, je fus pris tout à coup de malaises bizarres et inexplicables. Ce fut d'abord une sorte d'inquiétude nerveuse qui me tenait en éveil des nuits entières, une telle surexcitation que le moindre bruit me faisait tressaillir. Mon humeur s'aigrit. J'avais des colères subites inexplicables ? J'appelai un médecin qui m'ordonna du bromure de potassium et des douches. Je me fis donc doucher matin et soir, et je me mis à boire du bromure. Bientôt, en effet, je recommençai à dormir, mais d'un sommeil plus affreux que l'insomnie. Ë peine couché, je fermais les yeux et je m'anéantissais. Oui, je tombais dans le néant, dans un néant absolu, dans une mort de l'être entier dont j'étais tiré brusquement, horriblement par l'épouvantable sensation d'un poids écrasant sur ma poitrine, et d'une bouche qui mangeait ma vie, sur ma bouche. Oh ! ces secousses-là ! je ne sais rien de plus épouvantable. Figurez-vous un homme qui dort, qu'on assassine, et qui se réveille avec un couteau dans la gorge ; et qui râle couvert de sang, et qui ne peut plus respirer, et qui va mourir, et qui ne comprend pas -- voilà ! Je maigrissais d'une façon inquiétante, continue ; et je m'aperçus soudain que mon cocher, qui était fort gros, commençait à maigrir comme moi. Je lui demandai enfin : "Qu'avez-vous donc, Jean ? Vous êtes malade." Il répondit : "Je crois bien que j'ai gagné la même maladie que Monsieur. C'est mes nuits qui perdent mes jours." Je pensai donc qu'il y avait dans la maison une influence fiévreuse due au voisinage du fleuve et j'allais m'en aller pour deux ou trois mois, bien que nous fussions en pleine saison de chasse, quand un petit fait très bizarre, observé par hasard, amena pour moi une telle suite de découvertes invraisemblables, fantastiques, effrayantes, que je restai. Ayant soif un soir, je bus un demi-verre d'eau et je remarquai que ma carafe, posée sur la commode en face de mon lit, était pleine jusqu'au bouchon de cristal. J'eus, pendant la nuit, un de ces réveils affreux dont je viens de vous parler. J'allumai ma bougie, en proie à une épouvantable angoisse, et, comme je voulus boire de nouveau, je m'aperçus avec stupeur que ma carafe était vide. Je n'en pouvais croire mes yeux. Ou bien on était entré dans ma chambre, ou bien j'étais somnambule. Le soir suivant, je voulus faire la même épreuve. Je fermai donc ma porte à clef pour être certain que personne ne pourrait pénétrer chez moi. Je m'endormis et je me réveillai comme chaque nuit. On avait bu toute l'eau que j'avais vue deux heures plus tôt. Qui avait bu cette eau ? Moi, sans doute, et pourtant je me croyais sûr, absolument sûr, de n'avoir pas fait un mouvement dans mon sommeil profond et douloureux. Alors j'eus recours à des ruses pour me convaincre que je n'accomplissais point ces actes inconscients. Je plaçai un soir, à côté de la carafe, une bouteille de vieux bordeaux, une tasse de lait dont j'ai horreur, et des gâteaux au chocolat que j'adore. Le vin et les gâteaux demeurèrent intacts. Le lait et l'eau disparurent. Alors, chaque jour, je changeai les boissons et les nourritures. Jamais on ne toucha aux choses solides, compactes, et on ne but, en fait de liquide, que du laitage frais et de l'eau surtout. Mais ce doute poignant restait dans mon âme. N'était-ce pas moi qui le levais sans en avoir conscience, et qui buvais même les choses détestées, car mes sens engourdis par le sommeil somnambulique pouvaient être modifiés, avoir perdu leurs répugnances ordinaires et acquis des goûts différents. Je me servis alors d'une ruse nouvelle contre moi-même. J'enveloppai tous les objets auxquels il fallait infailliblement toucher avec des bandelettes de mousseline blanche et je les recouvris encore avec une serviette de batiste. Puis, au moment de me mettre au lit, je me barbouillai les mains, les lèvres et les moustaches avec de la mine de plomb. A mon réveil, tous les objets étaient demeurés immaculés bien qu'on y eût touché, car la serviette n'était point posée comme je l'avais mise ; et, de plus, on avait bu de l'eau et du lait. Or ma porte fermée avec une clef de sûreté et mes volets cadenassés par prudence n'avaient pu laisser pénétrer personne. Alors, je me posai cette redoutable question : Qui donc était là, toutes les nuits, près de moi ? Je sens, messieurs, que je vous raconte cela trop vite. Vous souriez, votre opinion est déjà faite : "C'est un fou." J'aurais dû vous décrire longuement cette émotion d'un homme qui, enfermé chez lui, l'esprit sain, regarde, à travers le verre d'une carafe, un peu d'eau disparue pendant qu'il a dormi. J'aurais dû vous faire comprendre cette torture renouvelée chaque soir et chaque matin, et cet invincible sommeil, et ces réveils plus épouvantables encore. Mais je continue. Tout à coup, le miracle cessa. On ne touchait plus à rien dans ma chambre. C'était fini. J'allais mieux, d'ailleurs. La gaieté me revenait, quand j'appris qu'un de mes voisins, M. Legite, se trouvait exactement dans l'état où j'avais été moi-même. Je crus de nouveau à une influence fiévreuse dans le pays. Mon cocher m'avait quitté depuis un mois, fort malade. L'hiver était passé, le printemps commençait. Or, un matin, comme je me promenais près de mon parterre de rosiers, je vis, je vis distinctement, tout près de moi, la tige d'une des plus belles roses se casser comme si une main invisible l'eût cueillie ; puis la fleur suivit la courbe qu'aurait décrite un bras en la portant vers une bouche, et resta suspendue dans l'air transparent, toute seule, immobile, effrayante, à trois pas de mes yeux. Saisi d'une épouvante folle, je me jetai sur elle pour la saisir. Je ne trouvai rien. Elle avait disparu. Alors, je fus pris d'une colère furieuse contre moi-même. Il n'est pas permis à un homme raisonnable et sérieux d'avoir de pareilles hallucinations ! Mais était-ce bien une hallucination ? Je cherchai la tige. Je la retrouvai immédiatement sur l'arbuste, fraîchement cassée, entre deux autres roses demeurées sur la branche ; car elles étaient trois que j'avais vues parfaitement. Alors je rentrai chez moi, l'âme bouleversée. Messieurs, écoutez-moi, je suis calme ; je ne croyais pas au surnaturel, je n'y crois pas même aujourd'hui ; mais, à partir de ce moment-là, je fus certain, certain comme du jour et de la nuit, qu'il existait près de moi un être invisible qui m'avait hanté, puis m'avait quitté, et qui revenait. Un peu plus tard j'en eus la preuve. Entre mes domestiques d'abord éclataient tous les jours des querelles furieuses pour mille causes futiles en apparence, mais pleines de sens pour moi désormais. Un verre, un beau verre de Venise se brisa se brisa tout seul, sur le dressoir de ma salle à manger, en plein jour. Le valet de chambre accusa la cuisinière, qui accusa la lingère, qui accusa je ne sais qui. Des portes fermées le soir étaient ouvertes le matin. On volait du lait, chaque nuit dans l'office. - Ah ! Quel était-il ? De quelle nature ? Une curiosité énervée, mêlée de colère et d'épouvante, me tenait jour et nuit dans un état d'extrême agitation. Mais la maison redevint calme encore une fois ; et je croyais de nouveau à des rêves quand se passa la chose suivante : C'était le 20 juillet, à neuf heures du soir. Il faisait fort chaud ; j'avais laissé ma fenêtre toute grande, ma lampe allumée sur ma table, éclairant un volume de Musset ouvert à la Nuit de Mai ; et je m'étais étendu dans un grand fauteuil où je m'endormis. Or, ayant dormi environ quarante minutes, je rouvris les yeux, sans faire un mouvement, réveillé par je ne sais quelle émotion confuse et bizarre. Je ne vis rien d'abord, puis tout à coup il me sembla qu'une page du livre venait de tourner toute seule. Aucun souffle d'air n'était entré par la fenêtre. Je fus surpris ; et j'attendis. Au bout de quatre minutes environ, je vis, je vis, oui, je vis, messieurs, de mes yeux, une autre page se soulever et sa rabattre sur la précédente comme si un doigt l'eût feuilletée. Mon fauteuil semblait vide, mais je compris qu'il était là, lui ! je traversai ma chambre d'un bond pour le prendre, pour le toucher, pour la saisir, si cela se pouvait... Mais mon siège, avant que je l'eusse atteint, se renversa comme si on eût fui devant moi ; ma lampe aussi tomba et s'éteignit, le verre brisé ; et ma fenêtre brusquement poussée comme si un malfaiteur l'eût saisie en se sauvant alla frapper sur son arrêt... Ah ! Je me jetai sur la sonnette et j'appelai. Quand mon valet de chambre parut, je lui dis : "J'ai tout renversé et tout brisé. Donnez-moi de la lumière." Je ne dormis plus cette nuit-là. Et cependant j'avais pu encore être le jouet d'une illusion. Au réveil les sens demeurent troubles. N'était-ce pas moi qui avais jeté bas mon fauteuil et ma lumière en me précipitant comme un fou ? Non, ce n'était pas moi ! je le savais à n'en point douter une seconde. Et cependant je le voulais croire. Attendez. L'Être ! Comment le nommerais-je ? L'Invisible. Non, cela ne suffit pas. Je l'ai baptisé le Horla. Pourquoi ? Je ne sais point. Donc le Horla ne me quittait plus guère. J'avais jour et nuit la sensation, la certitude de la présence de cet insaissable voisin, et la certitude aussi qu'il prenait ma vie, heure par heure, minute par minute. L'impossibilité de le voir m'exaspérait et j'allumais toutes les lumières de mon appartement, comme si j'eusse pu, dans cette clarté, le découvrir. Je le vis, enfin. Vous ne me croyez pas. Je l'ai vu cependant. J'étais assis devant un livre quelconque, ne lisant pas, mais guettant, avec tous mes organes surexcités, guettant celui que je sentais près de moi. Certes, il était là. Mais où ? Que faisait-il ? Comment l'atteindre ? En face de moi mon lit, un vieux lit de chêne à colonnes. A droite ma cheminée. A gauche ma porte que j'avais fermée avec soin. Derrière moi une très grande armoire à glace qui me servait chaque jour pour me raser, pour m'habiller, où j'avais coutume de me regarder de la tête aux pieds chaque fois que je passais devant. Donc je faisais semblant de lire, pour le tromper, car il m'épiait lui aussi ; et soudain je sentis, je fus certain qu'il lisait par-dessus mon épaule, qu'il était là, frôlant mon oreille. Je me dressai, en me tournant si vite que je faillis tomber. Eh bien !... On y voyait comme en plein jour... et je ne me vis pas dans ma glace ! Elle était vide, claire, pleine de lumière. Mon image n'était pas dedans... Et j'étais en face... Je voyais le grand verre, limpide du haut en bas ! Et je regardais cela avec des yeux affolés, et je n'osais plus avancer, sentant bien qu'il se trouvait entre nous, lui, et qu'il m'échapperait encore, mais que son corps imperceptible avait absorbé mon reflet. Comme j'eus peur ! Puis voilà que tout à coup je commençai à m'apercevoir dans une brume au fond du miroir, dans une brume comme à travers une nappe d'eau ; et il me semblait que cette eau glissait de gauche à droite, lentement, rendant plus précise mon image de seconde en seconde. C'était comme la fin d'une éclipse. Ce qui me cachait ne paraissait point posséder de contours nettement arrêtés, mais une sorte de transparence opaque s'éclaircissant peu à peu. Je pus enfin me distinguer complètement ainsi que je fais chaque jour en me regardant. Je l'avais vu. L'épouvante m'en est restée qui me fait encore frissonner. Le lendemain j'étais ici, où je priai qu'on me gardât. Maintenant, messieurs, je conclus. Le docteur Marrande, après avoir longtemps douté, se décida à faire seul, un voyage dans mon pays. Trois de mes voisins, à présent, sont atteints comme je l'étais. Est-ce vrai ? Le médecin répondit : "C'est vrai !" Vous leur avez conseillé de laisser de l'eau et du lait chaque nuit dans leur chambre pour voir si ces liquides disparaîtraient. Ils l'ont fait. Ces liquides ont-ils disparu comme chez moi ? Le médecin répondit avec une gravité solennelle : "Ils ont disparu." Donc, messieurs, un Être, un Être nouveau, qui sans doute se multipliera bientôt comme nous nous sommes multipliés, vient d'apparaître sur la terre. Ah ! vous souriez ! Pourquoi ? parce que cet Être demeure invisible. Mais notre oeil, messieurs, est un organe tellement élémentaire qu'il peut distinguer à peine ce qui est indispensable à notre existence. Ce qui est trop petit lui échappe, ce qui est trop grand lui échappe, ce qui est trop loin lui échappe. Il ignore les bêtes qui vivent dans une goutte d'eau. Il ignore les habitants, les plantes et le sol des étoiles voisines ; il ne voit même pas le transparent. Placez devant lui une glace sans tain parfaite, il ne la distinguera pas et nous jettera dessus, comme l'oiseau pris dans une maison qui se casse la tête aux vitres. Donc, il ne voit pas les corps solides et transparents qui existent pourtant ; il ne voit pas l'air dont nous nous nourrissons, ne voit pas le vent qui est la plus grande force de la nature, qui renverse les hommes, abat les édifices, déracine les arbres, soulève la mer en montagnes d'eau qui font crouler les falaises de granit. Quoi d'étonnant à ce qu'il ne voie pas un corps nouveau, à qui manque sans doute la seule propriété d'arrêter les rayons lumineux. Apercevez-vous l'électricité ? Et cependant elles existe ! Cet être, que j'ai nommé le Horla, existe aussi. Qui est-ce ? Messieurs, c'est celui que la terre attend, après l'homme ! Celui qui vient nous détrôner, nous asservir, nous dompter, et se nourrir de nous peut-être, comme nous nous nourrissons des boeufs et des sangliers. Depuis des siècles, on le pressent, on le redoute et on l'annonce ! La peur de l'Invisible a toujours hanté nos pères. Il est venu. Toutes les légendes de fées, des gnomes, des rôdeurs de l'air insaisissables et malfaisants, c'était de lui qu'elles parlaient, de lui pressenti par l'homme inquiet et tremblant déjà. Et tout ce que vous faites vous-mêmes, messieurs, depuis quelques ans, ce que vous appelez l'hypnotisme, la suggestion, le magnétisme - c'est lui que vous annoncez, que vous prophétisez ! Je vous dis qu'il est venu. Il rôde inquiet lui-même comme les premiers hommes, ignorant encore sa force et sa puissance qu'il connaîtra bientôt, trop tôt. Et voici, messieurs, pour finir, un fragment de journal qui m'est tombé sous la main et qui vient de Rio de Janeiro. Je lis : "Une sorte d'épidémie de folie semble sévir depuis quelques temps dans la province de San-Paulo. Les habitants de plusieurs villages se sont sauvés abandonnant leurs terres et leurs maisons et se prétendant poursuivis et mangés par des vampires invisibles qui se nourrissent de leur souffle pendant leur sommeil et qui ne boiraient, en outre, que de l'eau, et quelquefois du lait !" J'ajoute : "Quelques jours avant la première atteinte du mal dont j'ai failli mourir, je me rappelle parfaitement avoir vu passer un grand trois-mâts brésilien avec son pavillon déployé... Je vous ai dit que ma maison est au bord de l'eau... toute blanche... Il était caché sur ce bateau sans doute..." Je n'ai plus rien à ajouter, messieurs. Le docteur Marrande se leva et murmura : "Moi non plus. Je ne sais si cet homme est fou ou si nous le sommes tous les deux..., ou si... si notre successeur est réellement arrivé."
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