Había recibido, durante la mañana del 18 de julio, el siguiente telegrama: “Buen tiempo. Continúan mis predicciones. Fronteras belgas. Salida del material y del personal a mediodía, a la sede social. Comienzo de maniobras a las tres. Así pues, os espero en la fábrica a partir de las cinco. JOVIS.” A las cinco en punto yo entraba en la fábrica de gas de la Villette. Parecían las ruinas colosales de una ciudad de cíclopes. Enormes y oscuras avenidas se abren entre los pesados gasómetros alineados uno detrás del otro, semejantes a columnas monstruosas, truncadas, inigualmente altas y que sin duda portaban en otra época algún espantoso edificio de hierro.
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Había recibido, durante la mañana del 18 de julio, el siguiente telegrama: “Buen tiempo. Continúan mis predicciones. Fronteras belgas. Salida del material y del personal a mediodía, a la sede social. Comienzo de maniobras a las tres. Así pues, os espero en la fábrica a partir de las cinco. JOVIS.” A las cinco en punto yo entraba en la fábrica de gas de la Villette. Parecían las ruinas colosales de una ciudad de cíclopes. Enormes y oscuras avenidas se abren entre los pesados gasómetros alineados uno detrás del otro, semejantes a columnas monstruosas, truncadas, inigualmente altas y que sin duda portaban en otra época algún espantoso edificio de hierro. En el patio de entrada, donde yacía el aerostato, un enorme disco de tela amarilla, aplastado contra el suelo, bajo una red. Se le llama la puesta en espera de la pesca; y de hecho tiene el aspecto de un enorme pez pescado y muerto. Doscientas o trescientas personas lo observan, sentadas o de pie, o bien examinan la barquilla, una hermosa cesta cuadrada, una canasta de carne humana que porta sobre su flanco, en letras doradas, en una placa de caoba: “El Horla”. De repente nos precipitamos, ya que al fin el gas penetra en el globo por un largo tubo de tela amarilla que se arrastra sobre el suelo, se infla, palpita como un desmesurado gusano. Pero otro pensamiento, otra imagen golpea a todos los ojos y a todos los espíritus. Es así como la propia naturaleza alimenta a los seres hasta su nacimiento. La bestia que despegará pronto comienza a sublevarse, y los asistentes del capitán Jovis, a medida que el Horla crece, esparcen y colocan en su sitio la red que lo cubre, de forma que la presión sea muy regular e igualmente repartida por todos los puntos. Esta operación es muy delicada y muy importante, ya que la resistencia de la tela de algodón tan delgada, de la que está hecho el aerostato, está calculada en razón de la extensión de contacto de esta tela con la red de mallas cortadas que llevará la barquita. El Horla, por otra parte, ha sido diseñado por el Sr. Mallet, construido bajo su atenta mirada y por él. Todo ha sido hecho en los talleres del Sr. Jovis, por el personal activo de la sociedad, y nada fuera. Añadamos que todo es nuevo en el aerostato, desde el barniz hasta la válvula, dos cosas esenciales en la aerostática. Debe conseguir que la tela sea impenetrable al gas, como los flancos de un navío son impermeables al agua. Los antiguos barnices a base de aceite de lino tenían el doble inconveniente de fermentar y quemar la tela que, en poco tiempo, se deshacía como el papel. Las válvulas presentaban el peligro de cerrarse de nuevo imperfectamente una vez que hubieran sido abiertas y de que se quebrantara el revestimiento, llamado cataplasma, con el que se les guarnecía. La caída del Sr.Lhoste, en el medio del mar y en plena noche, ha constatado, la semana pasada, la imperfección del viejo sistema. Podemos decir, que los dos descubrimientos del capitán Jovis, principalmente el del barniz, son de un valor inestimable para la aerostática. Por otra parte, entre la muchedumbre se habla de ello y, hombres que semejan especialistas, afirman con autoridad, que volveremos a caer antes de las fortificaciones. Muchas otras cosas además son censuradas en este globo de un modelo nuevo que vamos a experimentar con mucha suerte y éxito. Siempre crece, lentamente. Le descubrimos pequeños rasgones hechos durante el transporte, y se le cierran, según la costumbre, con trozos de periódico aplicados sobre la tela mojándolos. Este procedimiento de obstrucción inquieta y emociona al público. Mientras que el capitán Jovis y su personal se ocupan de los últimos detalles, los viajeros van a cenar a la cantina de la fábrica de gas, según la costumbre establecida. Cuando salimos, el aerostato se balancea, enorme y transparente, prodigioso fruto dorado, pera fantástica que continúan madurando, cubriéndola de fuego, los últimos rayos de sol. Así que, se ata la barquilla, se traen los barómetros, la sirena que haremos gemir y bramar en la noche, también las dos bocinas, y las provisiones alimenticias, los gabanes, todo el pequeño material que puede contener, además de los hombres, esta cesta volante. Como el viento empuja el globo sobre los gasómetros, tuvimos que, en repetidas veces, alejarlo para evitar un accidente durante la salida. De repente el capitán Jovis llama a los pasajeros. El lugarteniente Mallet trepa primero a la malla aérea entre la barquilla y el aerostato, desde donde vigilará, durante toda la noche, la marcha del Horla a través del cielo, como el oficial de guardia, de pie sobre la pasarela, vigila la marcha del navío. El Sr. Étienne Beer sube luego, después el Sr. Paul Bessand, después el Sr. Patrice Eyriès, y después yo. Pero el aerostato está demasiado cargado para la larga travesía que debemos emprender, y el Sr. Eyriès debe, no sin gran pesar, abandonar su plaza. El Sr. Jovis, de pie sobre el borde de la nave, ruega a las damas, en términos muy galantes, que se aparten un poco ya que teme que elevándose, caiga arena sobre sus sombreros; después ordena: -¡Soltad amarras!- y cortando de un cuchillazo las cuerdas que suspenden a nuestro alrededor el lastre accesorio que nos retiene unidos a tierra, concede al Horla su libertad. En un segundo partimos. No sentimos nada; flotamos, subimos, volamos planeamos. Nuestros amigos gritan y aplauden, nosotros ya casi ni les oímos, casi ni les vemos ¡Estamos ya tan lejos! ¡tan alto! ¡Como!¿acabamos de abandonar allá abajo a toda esa gente? ¿Cómo es posible? Bajo nosotros ahora, se extiende Paris, una plataforma azul oscura, entrecortada por las calles, y desde donde se alzan, de lugar en lugar, cúpulas, torres, atalayas; después, todo alrededor, la llanura, la tierra que perfila los caminos extensos, estrechos y blancos en el medio de los verdes campos, de un verde delicado y profundo, y de los bosques casi negros. El Sena semeja una gran serpiente enrollada, acostada inmóvil, de la que no se percibe ni la cabeza ni la cola; viene desde allá abajo, se va hacia allá abajo, atravesando Paris, y la tierra entera tiene aspecto de una inmensa hondonada de prados y de bosques que encierra en el horizonte una montaña pequeña, lejana y circular. El sol que ya no percibíamos desde tierra, reapareció para nosotros, como si se levantara de nuevo, y nuestro globo se ilumina con esta claridad; a los que nos observan debe de parecerles un astro. El Sr. Mallet, de segundo en segundo, arroja al vacío una hoja de papel de liar y dice tranquilamente: -Ascendemos, ascendemos continuamente,- mientras que el capitán Jovis, radiante de alegría, se frota las manos repitiendo: -¿Cómo?, este barniz, ¡eh!, este barniz. En efecto, no se pueden apreciar los ascensos y los descensos más que arrojando de vez en cuando una hoja de papel de liar. Si este papel, que en realidad queda suspendido en el aire, parece caer como una piedra, entonces el globo sube; si semeja por el contrario volar hacia el cielo, es que el globo desciende. Los dos barómetros indican alrededor de quinientos metros, y nosotros observamos, con admiración entusiasta, esta tierra que abandonamos, a la que no nos sujeta nada y que parece un mapa de geografía pintado, un plano desmesurado de provincia. Todos sus rumores sin embargo nos llegan distintos, difícilmente reconocibles. Se escucha sobre todo el ruido de las ruedas sobre las carreteras, el chasquido de los látigos, el traqueteo de los carreteros, el recorrido y el pitido de los trenes, y las risas de los chiquillos que corren y juegan en las plazas. Unos hombres nos llaman; locomotoras silban; nosotros respondemos con la sirena que emite gemidos quejumbrosos, horribles, suaves, voz real de un ser fantástico errante alrededor del mundo. Se encienden luces de sitio en sitio, fuegos aislados en las granjas, rosario de gas en las ciudades. Vamos hacia el noroeste después de haber planeado durante largo tiempo sobre el pequeño lago de Enghien. Aparece un río: es el Oise. Entonces discutimos por saber dónde estamos. Esta ciudad que brilla allá abajo, ¿es Creil o Pontoise? Si estuviéramos sobre Pontoise, deberíamos de ver la unión del Sena y del Oise; y además ese fuego, ese enorme fuego sobre el margen izquierdo, ¿no es el alto horno de Montataire? Nos encontramos en realidad sobre Creil. El espectáculo es sorprendente, sobre la tierra es de noche y nosotros tenemos todavía luz, a las diez pasadas. Ahora escuchamos los ruidos ligeros de los campos, sobre todo el doble grito de las codornices, después el maullido de los gatos y los aullidos de los perros. Verdaderamente, los perros huelen el globo, lo ven y dan la alarma. Se les escucha, por toda la llanura ladrar hacia nosotros y gemir, como gimen a la luna. Los bueyes, así mismo parecen despertarse en los establos, porque mugen; todas las bestias asustadas se mueven delante de este monstruo aéreo que pasa. Y los aromas del suelo suben hacia nosotros deliciosos, olores del heno, de flores, de la tierra verde y húmeda, perfumando el aire, un aire ligero, tan ligero, tan suave, tan sabroso que jamás en mi vida había respirado con tanta dicha. Un bienestar profundo, desconocido, me invadía; bienestar del cuerpo y del espíritu, pleno de indolencia, de reposo infinito, de olvido, de indiferencia a todo y de esta sensación nueva de atravesar el espacio sin sentir nada de eso que hace insoportable el movimiento, sin ruido, sin sacudidas y sin vibraciones. Por momentos ascendíamos y por momentos descendíamos. De minuto en minuto, el lugarteniente Mallet, suspendido de su tela de araña, dice al capitán Jovis: -Descendemos, arrojad medio puñado. Y el capitán, que charla y ríe con nosotros, con un saco de lastre entre su rodillas, agarra de dicho saco un poco de arena y lo lanza por encima del borde. No hay nada más divertido, más delicado y más apasionante que la maniobra del globo. Es un enorme juguete, libre y dócil, que obedece con sorprendente sensibilidad, pero que también es, antes que nada, el esclavo del viento, al que nosotros no dominamos. Una pizca de arena, la mitad de un periódico, algunas gotas de agua, los huesos del pollo que acabamos de comer, arrojados hacia fuera, lo hacen subir bruscamente. El río o el bosque que atravesamos, soplándonos un aire húmedo y frío, lo hace descender unos doscientos metros. Sobre los campos de trigo maduro se mantiene, y sobre las ciudades, se eleva. La tierra duerme en estos momentos, o más bien, el hombre duerme sobre la tierra, pues los animales despiertos anuncian siempre nuestra cercanía. De vez en cuando nos llega la circulación de un tren o el silbido de la máquina. Sobre las zonas habitadas hacemos rugir la sirena y los paisanos perturbados en sus camas deben de preguntarse temblando si se trata del ángel del juicio final que pasa. Pero un olor a gas, fuerte y continuo, nos golpea: hemos vuelto a encontrar sin duda una corriente cálida, y el globo se infla, perdiendo su sangre invisible por el tubo de escape, que denominamos apéndice y que se cierra él solo tan pronto como cesa la dilatación. Ascendemos. La tierra ya no nos reenvía el eco de nuestras bocinas; hemos ya sobrepasado los seiscientos metros. No vemos lo suficiente para consultar los instrumentos, únicamente sabemos que las hojas de papel de arroz caen bajo nosotros como mariposas muertas, que continuamente subimos, permanentemente. Ya no distinguimos la tierra; brumas ligeras nos separan de ella y sobre nuestras cabezas la multitud de estrellas tintinean. Pero un fulgor apareció delante de nosotros, un resplandor plateado que hace palidecer el cielo; y de repente, como si se elevara desde las desconocidas profundidades del horizonte inferior, la luna apareció sobre el borde de una nube. Parece venida de abajo, mientras que nosotros la observamos desde muy alto, acodados en nuestra cesta como espectadores sobre un balcón. Ella, reluciente y redonda, se libera de las nubes que la envolvían, y asciende hacia el cielo con lentitud. La tierra ya no está, la tierra está ahogada bajo los vapores lechosos que se asemejan a un mar. Así pues, ahora estamos solos con la luna, en la inmensidad, y la luna parece un globo que viaja en frente de nosotros; y nuestro globo que brilla parece una luna más grande que la otra, parece un mundo errante en el medio del cielo, en el medio de los astros, en medio de la superficie infinita. Ya no hablamos, ya no pensamos, ya no vivimos; vamos, deliciosamente inertes, a través del espacio. El aire que nos transporta ha hecho de nosotros seres que se le asemejan, seres mudos, alegres y locos, embriagados por esta grandeza prodigiosa, curiosamente alertas aunque inmóviles. Ya no sentimos la carne, ya no sentimos los huesos, ya no sentimos palpitar el corazón, nos hemos convertido en algo inexplicable, pájaros a los que ni merece la pena aletear. Todo recuerdo ha desaparecido de nuestras almas, toda preocupación ha abandonado nuestros pensamientos, ya no tenemos penas, proyectos ni esperanzas. Observamos, sentimos, disfrutamos perdidamente de este fantástico viaje; ¡nadie más que la luna y nosotros en el cielo! Somos un mundo vagabundo, un mundo en marcha, como nuestros hermanos los planetas; y este pequeño mundo en marcha lleva cinco hombres que han abandonado la tierra y ya casi la han olvidado. Ahora se ve como en pleno día; nos miramos sorprendidos por esta claridad, ya que no tenemos más que mirar que a nosotros y algunas nubes plateadas que flotan más abajo. Los barómetros indican mil doscientos metros, después mil trescientos, después mil cuatrocientos, después mil quinientos; y las hojas de papel de arroz caen siempre a nuestro alrededor. El capitán Jovis afirma que la luna a menudo ha hecho acelerar demasiado a los aerostatos y que el viaje en altura va a continuar. Ahora estamos a dos mil metros; subimos todavía a dos mil trescientos cincuenta metros, el globo por fin se detiene. Y hacemos sonar la sirena, sorprendidos de que no nos respondan las estrellas. Ahora, descendemos, muy rápido, sin desconfiar; el Sr. Mallet grita sin cesar: -¡Arrojad lastre, arrojad lastre! Y el lastre que precipitamos al vacío, arena y piedras mezcladas, nos vuelven a la cara, como si subiera despedido desde abajo hacia los astros, así de rápida es nuestra caída. ¡He ahí la tierra! -¿Dónde estamos? Este pico en el aire ha durado más de dos horas. Pasa de la medianoche y atravesamos un gran país seco, bien cultivado, lleno de carreteras, muy poblado. Aquí una ciudad, una gran ciudad a la derecha, otra a la izquierda más lejos. Pero, de repente, en la superficie del suelo, una luz resplandeciente, mágica, se enciende y se apaga, después reaparece, se extingue de nuevo. Jovis, a quien embriaga el espacio, grita: -Mirad, mirad ese fenómeno de la luna en el agua. No se puede ver nada más hermoso en la noche. Nada, en efecto, puede hacer imaginar cosa parecida, nada puede dar la idea del estallido prodigioso de esas placas de claridad que no son fuego, que no parecen reflejos, que nacen bruscamente aquí o allá y se extinguen igualmente rápido. Sobre los arroyos que serpentean, esos focos ardientes aparecen al mismo tiempo en cada giro del curso del agua; pero como el globo pasa tan rápido como el viento, a penas tenemos tiempo de verlos. Ahora estamos tan cerca de la tierra que nuestro amigo Beer grita: -¡Mirad! ¿qué es lo que corre allá abajo en el campo? ¿No es un perro? Algo corre en efecto sobre el suelo con una prodigiosa velocidad, y esta cosa parece atravesar las zanjas, las carreteras, los árboles con tal facilidad que no llegábamos a comprender. El capitán se reía: -Es la sombra de nuestro globo,-dijo. Va creciendo a medida que descendamos. Escuché claramente un enorme ruido de fragua en la lejanía, y como no habíamos parado en toda la noche de dirigirnos hacia la estrella polar, que a menudo yo he mirado y analizado desde el puente de mi pequeño yate sobre el Mediterráneo, indudablemente nos dirigíamos hacia Bélgica. Nuestra sirena y nuestras dos bocinas vociferan sin parar. Algunos gritos nos responden, gritos de carretero que se detiene, grito de bebedor rezagado. Nosotros vociferamos: -¿Dónde estamos? Pero el globo va tan deprisa que jamás el hombre estupefacto tiene tiempo de respondernos. La sombra amplificada del Horla, dilatada como una pelota de niño, huye delante de nosotros, sobre los campos, las carreteras, los trigales y los bosques. Avanza, avanza, precediéndonos medio kilómetro; y en estos momentos, escucho, inclinado por fuera de la cesta, el enorme ruido del viento en los árboles y sobre las cosechas. Digo al capitán Jovis: -¡Cómo sopla! Él me responde: -No, son sin duda saltos de agua.- Insisto, seguro de mi oído que reconoce bien el viento por haberlo escuchado muy a menudo soplar en los cabos. Entonces Jovis me da un codazo; tiene miedo de alterar a sus pasajeros alegres y tranquilos, ya que sabe perfectamente que una tormenta se acerca. Un hombre finalmente nos ha comprendido y responde: -Norte. Otro nos dice la misma palabra. Y de repente una ciudad considerable, dada la extensión de su nube de contaminación, aparece justo delante de nosotros. Tal vez sea Lille. A medida que nos aproximamos a ella aparece bajo nosotros, de repente, una tan sorprendente lava de fuego, que me creo transportado a un país fabuloso donde se fabrican piedras preciosas para los gigantes. Es una fábrica de ladrillos, parece. Hay más, dos, tres. Los materiales en fusión hierven, tintinean, arrojan resplandores azules, rojos, amarillos, verdes, reflejos de diamantes monstruosos, de rubíes, de esmeraldas, de turquesas, de zafiros, de topacios. Y cerca de allí, las grandes forjas exhalan su aliento estridente, parecido a los rugidos del león apocalíptico; las altas chimeneas arrojan al viento sus penachos de llamas, y oímos ruidos de metal que rueda, de metal que suena, de martillos enormes que retumban. -¿Dónde estamos? Una voz, voz de farsante o de loco, nos responde: -En un globo. -¿Dónde estamos? -Lille No nos habíamos equivocado en absoluto. Ahora ya no veíamos la ciudad y a la derecha aparecía Roubaix, además de campos bien cultivados, regulares, en tonos diferentes según los cultivos y que todos parecen amarillos, grises o castaños en la noche. Pero nubes se están aglutinando por detrás de nosotros, cubriendo la luna, mientras que por el Este el cielo se aclara, volviéndose de un azul claro con reflejos rojos. Es el alba. Crece rápidamente mostrándonos ahora todos los pequeños detalles de la tierra, los trenes, los arroyos, las vacas, las cabras. Y todo esto pasa bajo nosotros a una prodigiosa velocidad; no tenemos tiempo de mirar, a penas tiempo de ver como otros prados, otros campos, otras casas ya han huido. Los gallos cantan, pero la voz de los canarios lo domina todo de modo que se diría que el mundo está poblado de ellos, repleto, por el ruido que hacen. Los paisanos matutinos agitan los brazos gritándonos: -¡Dejaos caer!- Pero nosotros avanzamos continuamente, sin subir ni bajar, inclinados al borde de la cesta y mirando deslizarse el universo a nuestros pies. Jovis señala otra ciudad, muy lejos. Se aproxima, arrebatadora, dominada por antiguas campanas, vista así desde lo alto. Discutimos. ¿Es Courtrai? ¿Es Gand? Ya estamos muy cerca y vemos que está rodeada de agua, atravesada en todos los sentidos por canales. Se diría una Venecia del Norte. Justo en el momento en que pasamos sobre el campanario, tan cerca que nuestro cabo-guía, larga cuerda colgante bajo la cesta, ha estado a punto de tocarlo, el campanario flamenco se pone a dar las tres. Sus sonidos ligeros y vertiginosos, suaves y claros, parecen surgidos para nosotros de este delgado techo de piedra rozado en nuestra carrera errante. Es un buen día, fascinante, un buen día amigo que nos proporciona la Flandre. Respondemos con la sirena cuya horrible voz resuena por las calles. Se trataba de Bruges; pero a penas la habíamos perdido de vista, cuando mi vecino Paul Bessand me pregunta: -¿No ve usted nada a la derecha y delante de nosotros? Se diría que es un río. Delante de nosotros, en efecto, se extiende a lo lejos una línea luminosa bajo la claridad del alba. Sí, eso tiene aspecto de un río, de un inmenso río, con sus islas. -Preparemos el descenso,-dice el capitán. Hace volver a la nave al Sr. Mallet siempre colgado de su cuerda; a continuación atamos los barómetros y todos los objetos duros que podrían hacernos daño con las sacudidas. El Sr. Bessand grita: -Pero ahí se ven mástiles de navíos a la izquierda. Estamos sobre el mar. Las brumas nos lo habían escondido hasta ahora. El mar estaba por todas partes, a la izquierda y en frente, mientras que a nuestra derecha el Escaut, fusionado al Meuse, extendía hasta el mar sus bocas más inmensas que un lago. Había que descender en un minuto o dos. La cuerda de la válvula, religiosamente encerrada en una bolsita de tela blanca y colocada bien a la vista para que no fuese tocada por nadie, fue desenrollada, y el Sr. Mallet la sostiene en la mano, mientras que el capitán Jovis busca en la lejanía un lugar favorable. Detrás de nosotros el trueno crece, y ningún pájaro se atrevería a seguir nuestra loca carrera. -¡Tirad!,-grita Jovis. Pasábamos sobre un canal. La nave tembló dos veces y se inclinó. El cabo-guía ha tocado los enormes árboles de las dos orillas. Pero nuestra velocidad es tal que la larga cuerda que arrastra ahora no parece ralentizarla, y llegamos con una rapidez de bala sobre una enorme granja, cuyos pollos, palomas, patos asustados vuelan en todos los sentidos, mientras que los terneros, gatos y perros huyen, perturbados, hacia la casa. Nos queda justo medio saco de lastre. Jovis lo tira, y el Horla se alza ligeramente por encima del tejado. -¡La válvula!, gritó de nuevo el capitán. El Sr. Mallet se suspende de la cuerda y descendemos como una flecha. De un cuchillazo, la amarra que retiene el ancla es cortada y la dejamos atrás en un enorme campo de remolacha. Aquí están los árboles. -¡Atención!¡ Enganchaos! ¡Cuidado con las cabezas! Pasamos de nuevo por encima; a continuación una fuerte sacudida nos zarandea. El ancla ha picado. -¡Atención! ¡Sujétense bien! Levántense con la fuerza de los puños. Vamos a tocar tierra. La nave toca, en efecto. Y después se eleva de nuevo. Vuelve a caer, rebota y, finalmente, se posa sobre tierra, mientras que el globo se resiste furiosamente, con esfuerzos agonizantes. Acudían paisanos pero no osaban en ningún momento aproximarse. Estuvieron mucho tiempo decidiéndose antes de venir a liberarnos, ya que no podemos poner pie en tierra sin que el aerostato esté casi completamente desinflado. Además, al mismo tiempo que los estupefactos hombres, algunos de los cuales saltaban de asombro con gestos salvajes, todas las vacas que pasaban sobre las dunas se acercaban a nosotros, rodeando nuestro globo en un extraño y cómico círculo de cuernos, de enormes ojos y de narices soplantes. Con la ayuda de los paisanos belgas, complacientes y hospitalarios, pudimos, en poco tiempo, empaquetar todo nuestro material y llevarlo a la estación de Heyst donde volvíamos a tomar a las ocho el tren para Paris. El descenso había tenido lugar a las tres y quince minutos de la mañana, precediéndonos no más que de algunos segundos la lluvia torrencial y los resplandores cegadores de la tormenta que nos daba caza delante de nosotros. Pudimos, pues, gracias al capitán Jovis, de cuya intrepidez mi colega Paul Ginisty me había hablado ya hacía mucho tiempo, ya que ellos habían caído juntos y voluntariamente en pleno mar, en frente de Menton, nosotros hemos podido pues, en una sola noche, ver, desde lo alto del cielo, la puesta de sol, la elevación de la luna y la vuelta del día e ir de Paris a las bocas del Escaut a través del aire. J'avais reçu, dans la matinée du 8 juillet, le télégramme que voici : "Beau temps. Toujours mes prédictions. Frontières belges. Départ du matériel et du personnel à midi, au siège social. Commencement des manoeuvres à trois heures. Ainsi donc je vous attends à l'usine à partir de cinq heures. JOVIS." A cinq heures précises, j'entrais à l'usine à gaz de la Villette. On dirait les ruines colossales d'une ville de cyclopes. D'énormes et sombres avenues s'ouvrent entre les lourds gazomètres alignés l'un derrière l'autre, pareils à des colonnes monstrueuses, tronquées, inégalement hautes et qui portaient sans doute, autrefois, quelque effrayant édifice de fer. Dans la cour d'entrée, gît le ballon, une grande galette de toile jaune, aplatie à terre, sous un filet. On appelle cela la mise en épervier ; et il a l'air, en effet, d'un vaste poisson pris et mort. Deux ou trois cents personnes le regardent, assises ou debout, ou bien examinent la nacelle, un joli panier carré, un panier à chair humaine qui porte sur son flanc, en lettres d'or, dans une plaque d'acajou : Le Horla. On se précipite soudain, car le gaz pénètre enfin dans le ballon par un long tube de toile jaune qui rampe sur le sol, se gonfle, palpite comme un ver démesuré. Mais une autre pensée, une autre image frappent tous les yeux et tous les esprits. C'est ainsi que la nature elle-même nourrit les êtres jusqu'à leur naissance. La bête qui s'envolera tout à l'heure commence à se soulever, et les aides du capitaine Jovis, à mesure que Le Horla grossit, étendent et mettent en place le filet qui le couvre, de façon à ce que la pression soit bien régulière et également répartie sur tous les points. Cette opération est fort délicate et fort importante ; car la résistance de la toile de coton, si mince, dont est fait l'aérostat, est calculée en raison de l'étendue du contact de cette toile avec le filet aux mailles serrées qui portera la nacelle. Le Horla, d'ailleurs, a été dessiné par M. Mallet, construit sous ses yeux et par lui. Tout a été fait dans les ateliers de M Jovis, par le personnel actif de la société, et rien au-dehors. Ajoutons que tout est nouveau dans ce ballon, depuis le vernis jusqu'à la soupape, ces deux choses essentielles de l'aérostation. Il doit rendre la toile impénétrable au gaz, comme les flancs d'un navire sont impénétrables à l'eau. Les anciens vernis à base d'huile de lin avaient double inconvénient de fermenter et de brûler la toile qui, en peu de temps, se déchirait comme du papier. Les soupapes offraient ce danger de se refermer imparfaitement dès qu'elles avaient été ouvertes et qu'était brisé l'enduit, dit cataplasme, dont on les garnissait. La chute de M. Lhoste, en pleine mer et en pleine nuit, a prouvé, l'autre semaine, l'imperfection du vieux système. On peut dire que les deux découvertes du capitaine Jovis, celle du vernis principalement, sont d'une valeur inestimable pour l'aérostation. On en parle d'ailleurs dans la foule, et des hommes, qui semblent être des spécialistes, affirment avec autorité, que nous serons retombés avant les fortifications. Beaucoup d'autres choses encore sont blâmées dans ce ballon d'un nouveau type que nous allons expérimenter avec tant de bonheur et de succès. Il grossit toujours, lentement. On y découvre de petites déchirures faites pendant le transport ; et on les bouche, selon l'usage, avec des morceaux de journal appliqués sur la toile en les mouillant. Ce procédé d'obstruction inquiète et émeut le public. Pendant que le capitaine Jovis et son personnel s'occupent des derniers détails, les voyageurs vont dîner à la cantine de l'usine à gaz, selon la coutume établie. Quand nous ressortons, l'aérostat se balance, énorme et transparent, prodigieux fruit d'or, poire fantastique que mûrissent encore, en la couvrant de feu, les derniers rayons du soleil. Voici qu'on attache la nacelle, qu'on apporte les baromètres, la sirène que nous ferons gémir et mugir dans la nuit, les deux trompes aussi, et les provisions de bouche, les pardessus, tout le petit matériel que peut contenir, avec les hommes, ce panier volant. Comme le vent pousse le ballon sur les gazomètres, on doit à plusieurs reprises l'en éloigner pour éviter un acident au départ. Tout à coup le capitaine Jovis appelle les passagers. Le lieutenant Mallet grimpe d'abord dans le filet aérien entre la nacelle et l'aérostat, d'où il surveillera, durant toute la nuit, la marche du Horla à travers le ciel, comme l'officier de quart, debout sur la passerelle, surveille la marche du navire. M. Étienne Beer monte ensuite, pais M. Paul Bessand, puis M, Patrice Eyriès, et puis moi. Mais l'aérostat est trop chargé pour la longue traversée que nous devons entreprendre, et M Eyriès doit, non sans grand regret, quitter sa place. M. Jovis, debout sur le bord de la nacelle, prie, en termes fort galants, les dames de s'écarter un peu, car il craint, en s'élevant, de jeter du sable sur leurs chapeaux ; puis il commande : "Lâchez-tout !" et tranchant d'un coup de couteau les cordes qui suspendent autour de nous le lest accessoire qui nous retient à terre, il donne au Horla sa liberté. En une seconde nous sommes partis. On ne sent rien ; on flotte, on monte, on vole, on plane. Nos amis crient et applaudissent, nous ne les entendons presque plus ; nous ne les voyons qu'à peine. Nous sommes déjà si loin ! si haut ! Quoi ! nous venons de quitter ces gens là-bas ? Est-ce possible ? Sous nous maintenant, Paris s'étale, une plaque sombre bleuâtre, hachée par les rues, et d'où s'élancent de place en place, des dômes, des tours, des flèches ; puis, tout autour, la plaine, la terre que découpent les routes longues, minces et blanches au milieu des champs verts, d'un vert tendre ou foncé, et des bois presque noirs. La Seine semble un gros serpent roulé, couché immobile, dont on n'aperçoit ni la tête ni la queue ; elle vient de là-bas, elle s'en va là-bas, en traversant Paris, et la terre entière a l'air d'une immense cuvette de prés et de forêts qu'enferme à l'horizon une montagne basse, lointaine et circulaire. Le soleil qu'on n'apercevait plus d'en bas reparaît pour nous, comme s'il se levait de nouveau, et notre ballon lui-même s'allume dans cette clarté ; il doit paraître un astre à ceux qui nous regardent. M. Mallet, de seconde en seconde, jette dans le vide une feuille de papier à cigarettes et dit tranquillement : "Nous montons, nous montons toujours", tandis que le capitaine Jovis, rayonnant de joie, se frotte les mains en répétant : "Hein ? ce vernis, hein ! ce vernis," On ne peut, en effet, apprécier les montées et les descentes qu'en jetant de temps en temps une feuille de papier à cigarettes. Si ce papier, qui demeure, en réalité, suspendu dans l'air, semble tomber comme une pierre, c'est que le ballon monte ; s'il semble au contraire s'envoler au ciel, c'est que le ballon descend. Les deux baromètres indiquent cinq cents mètres environ, et nous regardons, avec une admiration enthousiaste, cette terre que nous quittons, à laquelle nous ne tenons plus par rien et qui a l'air d'une carte de géographie peinte, d'un plan démesuré de province. Toutes ses rumeurs cependant nous arrivent distinctes, étrangement reconnaissables. On entend surtout le bruit des roues sur les routes, le claquement des fouets, le "hue" des charretiers, le roulement et le sifflement des trains, et les rires des gamins qui courent et jouent sur les places. Chaque fois que nous passons sur un village, ce sont des clameurs enfantines qui dominent tout et montent dans le ciel avec le plus d'acuité. Des hommes nous appellent ; des locomotives sifflent ; nous répondons avec la sirène qui pousse des gémissements plaintifs, affreux, maigres, vraie voix d'être fantastique errant autour du monde. Des lumières s'allument de place en place, feux isolés dans les fermes chapelets de gaz dans les villes. Nous allons vers le nord-ouest après avoir plané longtemps sur le petit lac d'Enghien. Une rivière apparaît : c'est l'Oise. Alors nous discutons pour savoir où nous sommes. Cette ville qui brille là-bas, est-ce Creil ou Pontoise ? Si nous étions sur Pontoise, on verrait semble-t-il la jonction de la Seine et de l'Oise ; et puis ce feu, cet énorme feu sur la gauche, n'est-ce pas le haut fourneau de Montataire ? Nous nous trouvons en vérité sur Creil. Le spectacle est surprenant ; sur la terre, il fait nuit et nous sommes encore dans la lumière, à dix heures passées. Maintenant nous entendons les bruits légers des champs, le double cri des cailles surtout, puis les miaulements des chats et les hurlements des chiens. Certes, les chiens sentent le ballon, le voient et donnent l'alarme. On les entend, par toute la plaine, aboyer contre nous st gémir, comme ils gémissent à la lune. Les boeufs aussi semblent se réveiller dans les étables, car ils mugissent ; toutes les bêtes effrayées s'émeuvent devant ce monstre aérien qui passe. Et les odeurs du sol montent vers nous délicieuses, odeurs des foins, des fleurs, de la terre verte et mouillée, parfumant l'air, un air léger, si léger, si doux, si savoureux que jamais de ma vie je n'avais respiré avec tant de bonheur. Un bien-être profond, inconnu, m'envahit, bien-être du corps et de l'esprit, fait de nonchalance, de repos infini, d'oubli, d'indifférence à tout et de cette sensation nouvelle de traverser l'espace sans rien sentir de ce qui rend insupportable le mouvement, sans bruit, sans secousses et sans trépidations. Tantôt nous montons et tantôt nous descendons. De minute en minute, le lieutenant Mallet, suspendu dans sa toile d'araignée, dit au capitaine Jovis : "Nous descendons, jetez une demi-poignée" Et le capitaine, qui cause et rit avec nous, un sac de lest entre ses genoux, prend dans ce sac un peu de sable et le jette par-dessus bord. Rien n'est plus amusant, plus délicat et plus passionnant que la manoeuvre du ballon. C'est un énorme joujou, libre et docile, qui obéit avec une surprenante sensibilité, mais qui est aussi, et avant tout, l'esclave du vent, auquel nous ne commandons pas. Une pincée de sable, la moitié d'un journal, quelques gouttes d'eau, les os du poulet qu'on vient de manger, jetés au-dehors, le font monter brusquement. Le fleuve ou le bois qu'on traverse, nous soufflant un air humide et froid, le fait descendre de deux cents mètres. Sur les blés mûrs il se maintient, et sur les villes il s'élève. La terre dort maintenant, ou plutôt l'homme dort sur la terre, car les bêtes éveillées annoncent toujours notre approche. De temps en temps le roulement d'un train, nous arrive ou le sifflet de la machine. Sur les lieux habités nous faisons mugir la sirène : et les paysans affolés dans leurs lits doivent se demander en tremblant si c'est l'ange du jugement dernier qui passe. Mais une odeur de gaz, forte et continue, nous frappe : nous avons rencontré sans doute un courant chaud, et le ballon se gonfle, perdant son sang invisible par le tuyau d'échappement, qu'on nomme appendice et qui se referme de lui-même dès que cesse la dilatation. Nous montons. La terre déjà ne nous renvoie plus l'écho de nos trompes ; nous avons déjà passé six cents mètres. On n'y voit pas assez pour consulter les instruments, on sait seulement que les feuilles de papier de riz tombent sous nous comme des papillons morts, que nous montons toujours, toujours. On ne distingue plus la terre ; des brumes légères nous en séparent ; et sur nos têtes, le peuple des étoiles scintille. Mais une lueur naît devant nous, une lueur d'argent qui fait pâlir le ciel ; et soudain, comme si elle s'élevait des profondeurs inconnues de l'horizon inférieur, la lune apparaît sur le bord d'un nuage. Elle semble venue d'en bas, tandis que nous la regardons de très haut, accoudés à notre nacelle comme des spectateurs sur un balcon. Elle se dégage luisante et ronde des nuées qui l'enveloppaient, et elle monte au ciel avec lenteur. La terre n'est plus, la terre est noyée sous les vapeurs laiteuses qui ressemblent à une mer. Nous sommes donc seuls maintenant avec la lune, dans l'immensité, et la lune a l'air d'un ballon qui voyage en face de nous ; et notre ballon qui reluit a l'air d'une lune plus grosse que l'autre, d'un monde errant au milieu du ciel, au milieu des astres, dans l'étendue infinie. Nous ne parlons plus, nous ne pensons plus, nous ne vivons plus ; nous allons, délicieusement inertes, à travers l'espace L'air qui nous porte a fait de nous des êtres qui lui ressemblent, des êtres muets, joyeux et fous, grisés par cette envolée prodigieuse, étrangement alertes, bien qu'immobiles. On ne sent plus la chair, on ne sent plus les os, on ne sent plus palpiter le coeur, on est devenu quelque chose d'inexprimable, des oiseaux qui n'ont pas même la peine de battre de l'aile. Tout souvenir a disparu de nos âmes, tout souci a quitté nos pensées, nous n'avons plus de regrets, de projets, ni d'espérances. Nous regardons nous sentons, nous jouissons éperdument de ce voyage fantastique ; rien que la lune et nous dans le ciel ! Nous sommes un monde vagabond, un monde en marche, comme nos soeurs les planètes ; et ce petit monde en marche porte cinq hommes qui ont quitté la terre et l'ont déjà presque oubliée. On y voit maintenant comme en plein jour ; nous nous regardons surpris de cette clarté, car nous n'avons à regarder que nous et quelques nuages d'argent qui flottent plus bas. Les baromètres indiquent douze cents mètres, puis treize, puis quatorze, puis quinze cents ; et les feuilles de papier de riz tombent toujours autour de nous. Le capitaine Jovis affirme que la lune souvent a fait ainsi s'emballer les aérostats et que le voyage en haut va continuer. Nous sommes maintenant à deux mille mètres ; nous montons encore à deux mille trois cent cinquante mètres, le ballon enfin s'arrête. Et nous faisons mugir la sirène, surpris qu'on ne nous réponde point des étoiles. A présent, nous descendons, très vite, sans nous en douter, M. Mallet crie sans cesse : "Jetez du lest, jetez du lest !" Et le lest qu'on précipite dans le vide, sable et pierres mêlées, nous revient dans la figure, comme s'il remontait, lancé d'en bas vers les astres, tant est rapide notre chute. Voici la terre ! "Où sommes-nous ? Cette pointe en l'air a duré plus de deux heures. Il est minuit passe et nous traversons un grand pays sec, bien cultivé, plein de routes, très peuplé. Voici une ville, une grande ville à droite, une autre à gauche plus loin. Mais, tout à coup, à la surface du sol, une lumière éclatante, féerique, s'allume et s'éteint, puis elle reparaît, s'efface de nouveau. Jovis, que grise l'espace, s'écrie : "Regardez, regardez ce phénomène de la lune dans l'eau. On ne peut rien voir de plus beau la nuit." Rien, en effet, ne peut faire imaginer pareille chose, rien ne peut donner l'idée de l'éclat prodigieux de ces plaques de clarté qui ne sont pas du feu, qui ne semblent pas des reflets, qui naissent brusquement ici ou là et s'éteignent tout aussitôt. Sur les ruisseaux qui serpentent, ces foyers ardents apparaissent en même temps à chaque détour du cours d'eau ; mais comme le ballon passe aussi vite que le vent, à peine a-t-on le temps de les voir. Nous sommes maintenant assez près de la terre, et notre ami Beer s'écrie : "Regardez donc ! qu'est-ce qui court là-bas dans ce champ ? N'est-ce pas un chien ?" Quelque chose court en effet sur le sol avec une prodigieuse vitesse, et ce quelque chose semble franchir les fossés, les routes, les arbres avec une telle facilité que nous ne comprenons pas. Le capitaine riait : "C'est l'ombre de notre ballon, dit-il. Elle va grossir à mesure que nous descendrons." J'entendis distinctement un grand bruit de forges dans le lointain, et comme nous n'avons cessé, durant toute la nuit, de nous diriger sur l'étoile polaire, que j'ai souvent regardée et consultée du pont de mon petit yacht sur la Méditerranée, nous allons indubitablement vers la Belgique. Notre sirène et nos deux trompes appellent sans discontinuer. Quelques cris nous répondent, cris de charretier qui s'arrête, cri de buveur attardé. Nous hurlons : "Où sommes-nous ?" Mais le ballon va si vite que jamais l'homme effaré n'a le temps de nous répondre. L'ombre grossie du Horla, large comme une balle d'enfant, fuit devant nous, sur les champs, les routes, les blés et les bois. Elle passe, elle passe, nous précédant d'un demi-kilomètre ; et j'écoute à présent, penché hors de la nacelle, le grand bruit du vent dans les arbres et sur les récoltes. Je dis au capitaine Jovis : "Comme ça souffle !" Il me répond : "Non, ce sont des chutes d'eau sans doute." J'insiste, sûr de mon oreille qui reconnaît bien, le vent, pour l'avoir entendu si souvent siffler dans les cordages. Alors Jovis me pousse le coude ; il a peur d'émouvoir ses passagers joyeux et tranquilles, car il sait bien qu'un orage nous chasse. Un homme enfin nous a compris, il répond : "Nord." Un autre nous jette le même mot. Et soudain une ville considérable, d'après l'étendue de son gaz, se montre juste devant nous. C'est Lille, peut-être. Comme nous approchons d'elle, apparaît sous nous, tout à coup, une si surprenante lave de feu, que je me crois emporté sur un pays fabuleux où on fabrique des pierres précieuses pour les géants. C'est une briqueterie, paraît-il. En voici d'autres, deux, trois. Les matières en fusion bouillonnent, scintillent, jettent des éclats bleus, rouges, jaunes, verts, des reflets de diamants monstrueux, de rubis, d'émeraudes, de turquoises, de saphirs, de topazes. Et près de là les grandes forges soufflent leur haleine ronflante, pareille à des mugissements de lion apocalyptique ; les hautes cheminées jettent au vent leurs panaches de flammes, et l'on entend des bruits de métal qui roule, de métal qui sonne, de marteaux énormes qui retombent. "Où sommes-nous ?" Une voix, voix de farceur ou d'affolé, nous répond : "Dans un ballon. - Où sommes-nous ? - Lille." Nous ne nous étions point trompés. Déjà on ne voit plus la ville et voici Roubaix sur la droite, puis des champs bien cultivés, réguliers, de tons différents selon les cultures et qui semblent tous jaunes, gris ou bruns dans la nuit. Mais des nuages s'amassent derrière nous, couvrent la lune, tandis qu'à l'Est le ciel s'éclaircit, devient d'un bleu clair avec des reflets rouges. C'est l'aube. Elle grandit vite, nous montrant maintenant tous les petits détails de la terre, les trains, les ruisseaux, les vaches, les chèvres. Et tout cela passe sous nous avec une prodigieuse vitesse ; on n'a pas le temps de regarder, à peine le temps de voir que d'autres prés, d'autres champs, d'autres maisons ont déjà fui. Les coqs chantent, mais la voix des canards domine tout, on dirait que le monde en est peuplé, couvert, tant ils font de bruit. Les paysans matineux agitent les bras, nous criant : "Laissez-vous tomber." Mais nous allons toujours, sans monter ni descendre, penches au bord de la nacelle et regardant couler l'univers sous nos pieds. Jovis signale une autre ville, très loin. Elle approche, dominée par des clochers antiques, et ravissante, vue ainsi d'en haut. On discute. Est-ce Courtrai ? Est-ce Gand ? Déjà nous sommes tout près et nous voyons qu'elle est entourée d'eau, traversée en tous sens par des canaux. On dirait une Venise du Nord. Juste au moment où nous passons sur le beffroi, si près que notre guide-rope, longue corde traînant sous la nacelle, a failli le toucher, le carillon flamand se met à chanter trois heures. Ses sons légers et rapides, doux et clairs, semblent jaillit pour nous de ce mince toit de pierre frôlé dans notre course errante C'est un bonjour charmant, un bonjour ami que nous jette la Flandre. Nous répondons avec la sirène dont l'horrible voix résonne par les rues. C'était Bruges ; mais à peine l'avions-nous perdue de vue, que mon voisin Paul Bessand me demande : "Ne voyez-vous rien sur la droite et devant vous ? On dirait un fleuve." Devant nous, en effet, s'étend au loin une ligne lumineuse, sous la clarté de l'aube. Oui, cela a l'air d'un fleuve, d'un immense fleuve, avec des îles dedans. "Préparons la descente", dit le capitaine. Il fait rentrer dans la nacelle M Mallet toujours perché dans son filet ; puis on serre les baromètres et tous les objets durs qui pourraient nous blesser dans les secousses. M. Bessand s'écrie : "Mais voilà des mâts de navires à gauche. Nous sommes à la mer." Des brumes nous l'avaient cachée jusque-là. La mer était partout, à gauche et en face, tandis qu'à notre droite l'Escaut, joint à la Meuse, étendait jusqu'à la mer ses bouches plus vastes qu'un lac. Il fallait descendre en une minute ou deux. La corde de la soupape, religieusement enfermée dans un petit sac de toile blanche et placée bien en vue afin qu'elle ne soit touchée par personne, fut deroulée, et M. Mallet la tient en main, tandis que le capitaine Jovis cherche au loin une place favorable. Derrière nous, le tonnerre gronde et aucun oiseau ne suivrait notre course folle. "Tirez !" cria Jovis. Nous passions sur un canal. La nacelle frémit deux fois et s'inclina. Le guide-rope a touché les grands arbres des deux rives. Mais notre vitesse est telle que la longue corde qui traîne maintenant ne semble pas la ralentir, et nous arrivons, avec une rapidité de boulet sur une grande ferme, dont les poules, les pigeons, les canards effarés s'envolent dans tous les sens, tandis que les veaux, les chats et les chiens fuient, éperdus, vers la maison. Il nous reste juste un demi-sac de lest. Jovis le jette ; et Le Horla légèrement s'envole par-dessus le toit. "La soupape !" crie de nouveau le capitaine. M. Mallet se suspend à la corde et nous descendons comme une flèche. D'un coup de couteau, l'amarre qui retient l'ancre est coupée, nous la traînons derrière nous dans un grand champ de betteraves. Voici des arbres. "Attention ! Cramponnez-vous ! Gare aux têtes !" Nous passons encore dessus ; puis une forte secousse nous bouscule. L'ancre a mordu. "Attention ! Tenez-vous bien ! Soulevez-vous à la force des poignets. Nous allons toucher." La nacelle touche en effet. Et puis s'envole de nouveau. Elle retombe encore, rebondit et, enfin, se pose à terre, tandis que le ballon se débat follement, avec des efforts d'agonisant. Des paysans accouraient, mais n'osaient point approcher. Ils furent longtemps à se décider avant de venir nous délivrer, car on ne peut mettre pied à terre sans que l'aérostat soit presque complètement dégonflé. Puis, en même temps que les hommes effarés, dont quelques-uns sautaient d'étonnement avec des gestes de sauvages, toutes les vaches qui paissaient sur les dunes venaient à nous, entourant notre ballon d'un cercle étrange et comique de cornes, de gros yeux et de naseaux soufflants. Avec l'aide des paysans belges, complaisants et hospitaliers, nous avons pu, en peu de temps, empaqueter tout notre matériel et le porter à la gare de Heyst où nous reprenions à huit heures vingt le train pour Paris. La descente avait eu lieu à trois heures quinze minutes du matin, ne précédant que de quelques secondes la pluie torrentielle et les éclairs aveuglants de l'orage qui nous chassait devant lui. Nous avons donc pu, grâce au capitaine Jovis, dont mon confrère Paul Ginisty m'avait depuis longtemps raconté la hardiesse, car ils sont tombés ensemble et volontairement en pleine mer, en face de Menton, nous avons donc pu, en une seule nuit, voir, du haut du ciel, le coucher du soleil, le lever de la lune et le retour du jour et aller de Paris aux bouches de l'Escaut à travers les airs.
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