Hoy día, hermanos, ¿cuál es la palabra de moda, eh? Hoy en día, la palabra en uso de moda es, por supuesto, electrificación. Este asunto, no lo discuto, es de gran importancia: iluminar la Rusia soviética con electricidad. Pero también tiene su lado oscuro. Yo no digo, camaradas, que sea caro. No hay que pagar tanto: nada más que dinero. No hablo de eso. Veamos a qué me refiero: Yo, camaradas, vivía en una casona enorme. Toda la casa se alumbraba con queroseno. Algunos tenían candilejas, otros una pequeña lámpara y, quien no tenía nada, usaba las velas de los popes. ¡Era la pobreza más absoluta!
Y de repente nos instalaron la electricidad. El primero en instalarlo fue el intendente. Y bien, instalaba y no paraba de instalar. Era un hombre callado, que no exteriorizaba sus opiniones. No obstante, deambulaba de una forma extraña, mientras se sonaba la nariz con aire pensativo. Pero seguía sin exteriorizar sus opiniones. Y fue entonces cuando llegó nuestra querida casera Elizaveta Ignatiéevna Projorova y sugirió que también nosotros electrificásemos nuestra casa. —Todos lo hacen —dijo ella—. Hasta el intendente —dijo. ¡Qué íbamos a hacer! Así que también nosotros nos pusimos con la instalación. Instalamos y la electrificamos: ¡cielo santo! El moho y la mugre nos rodearon. Antes esta era la rutina: sales por la mañana al trabajo, vuelves al final de la tarde, te tomas un té y a dormir. Y con el queroseno no se veía nada en especial. Pero ahora encendemos, miramos y en el suelo está el zapato roído de alguien , aquí la tapicería arrancada y con los jirones a la vista, allá un chinche trota mientras escapa de la luz, acá hay algo parecido a un trapo, por aquí un escupitajo y una colilla, allí corretea una pulga… ¡Cielo santo! Que corra la voz de alarma. Da pena ver un espectáculo así. Como por ejemplo el sofá que estaba en nuestra habitación. Yo pensaba que era un buen sofá. Más que eso, que ese sofá era la leche. Solía sentarme en él por las tardes Y ahora le das a la luz: ¡cielo santo! ¡Qué pena! ¡Pena de sofá! Todo sobresale, todo cuelga, todo el relleno saliéndose… No me puedo sentar en un sofá semejante: el alma protesta. Puff, pienso, no vivo en la opulencia. Ver todo esto da asco. Se te cae el alma a los pies hasta para trabajar. Veo a la dueña Elizaveta Ignatiévna que anda cabizbaja, farfullando en la cocina de su casa mientras limpia. —¿Por qué alborotas —le pregunto—, casera? Y ella solo sacude la mano. —Yo —me dice— querido mío, jamás pensé que vivía en medio de una pobreza semejante. Le eché un vistazo a los cachivaches de la casera y, a decir verdad, no abultaban mucho; moho, mugre y diferentes tipos de trapos. Y todo ello, inundado ahora por la luminosa luz, saltaba a la vista. Así que me dispuse a volver a casa como con desgana. Llegué, encendí la luz, admiré la lámpara nueva durante unos minutos y luego me fui a la piltra. Después me lo pensé bien, recibí mi sueldo, compré yeso, lo disolví y me puse manos a la obra. Arranqué el empapelado, exterminé a los chinches, barrí las telarañas, limpié el sofá, pinté, acabé con todo: mi alma cantaba de júbilo. Pero aunque el resultado fue bueno, me dieron gato por liebre. Hermanitos, en vano tiré por la borda dinero: la casera cortó los cables. —Me duele —dijo ella— el aspecto mísero que cobra todo con la luz. ¿Cómo —dijo ella— voy a burlar a los chinches en medio de una pobreza semejante? Yo ya le había suplicado y aducido mis razones, pero no había manera. —Múdate —me dijo— de este piso. Yo no quiero —me dijo— vivir con luz eléctrica. No tengo dinero para reformar las reformas. ¿Acaso, camaradas, es fácil mudarse cuando me acabo de gastar una fortuna en hacer reformas? Pues no me quedó otro remedio. Ay, hermanos, la luz eléctrica es buena, pero también con luz las pasas canutas.
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