Cierta vez, el mulá Nasreddin fue a un pueblo perdido en Oriente Medio. Su fama y actos le precedían y todos los habitantes del lugar se congregaron en una especie de auditorio para poder contemplarle y aprender de sus enseñanzas. Cuando Nasreddin llegó al pueblo, los mandatarios del lugar le informaron de que los ciudadanos deseaban conocerle y que, por favor, se dirigiese al lugar donde estaban para decirles unas palabras, las cuales seguro serían muy bien recibidas por los expectantes habitantes. Nasreddin intentó escabullirse del compromiso, pues se sentía ignorante y nervioso y no sabía qué podría decirles pero, dada la insistencia, no tuvo más remedio que aceptar. Así que decidió que improvisaría algo para poder salir al paso.
Cuando el mulá llegó al auditorio se hizo un silencio sepulcral. Todo el mundo le miraba boquiabierto y, desde el más joven hasta el anciano ciego, con la ilusión que sólo poseen los niños. Entonces, con semblante serio y sereno, Nasreddin se dirigió al público y, abriendo las manos, dijo: -Supongo que si todos ustedes están aquí, ya sabrán qué es lo que les voy a decir. Silencio. Tras unos momentos de desconcierto, alguien del público acertó a decir: – No lo sabemos ¿Qué es lo que nos tiene que decir? Nasreddin contestó: -Si vinieron hasta aquí sin saber qué es lo que les voy a decir, no están preparados para escucharlo. Entonces se levantó y se fue. La muchedumbre se quedó sorprendida, ¿tanta expectación para tan poco? La decepción se reflejaba en sus caras mientras empezaban a abandonar el lugar. Pero, de repente, una persona del público dijo en voz alta: -¡Qué inteligente! Y, como suele pasar en estos casos, otra persona dijo, mientras asentía con la cabeza: -¡Qué inteligente! Y otro: – ¡Cierto, qué inteligente! Y otro más: – ¡Muy inteligente! Así hasta que todo el mundo estaba de acuerdo en que las palabras que acababan de escuchar guardaban una sabiduría exquisita. Sin embargo, un hombre determinó: – ¡Qué inteligente, pero qué breve! A lo que otro añadió: – Es la brevedad que caracteriza a los hombres sabios. Está claro que tiene razón, qué inteligencia!, ¿cómo hemos osado venir a verle sin ni siquiera saber qué nos tenía que decir? Qué tontos que hemos sido, hemos perdido una gran oportunidad para escuchar al gran Nasreddin. Tras el suceso, dado que el pueblo había quedado tan asombrado ante la increíble inteligencia del mulá pero, a la vez, consideraban que habían perdido una oportunidad de recrearse en sus palabras, imploraron a Nasreddin que les diera otra charla. Nasreddin se negaba. Indicaba que su conocimiento no alcanzaba para más de una conferencia. A lo que la gente indicaba admirada: -¡Qué humilde! -¡Sí, qué humilde! -¡Qué inteligente y qué humilde! Y cuanto más insistían a Nasreddin que les volviera a hablar, este más decía que no tenía qué decir. Y eso, a su vez, alimentaba la admiración y deseo en conocer sus enseñanzas. Así que al final, tras tanta insistencia, de nuevo no tuvo más remedio que aceptar. Al día siguiente y a la hora acordada, el mulá regresó al auditorio. De nuevo estaba lleno pero, si cabe, las gentes del lugar sentían más curiosidad y expectativas que el día anterior. Otra vez un silencio sepulcral. Nasreddin se dirigió al público e, intentando repetir la jugada del día anterior, dijo: – Supongo que ustedes ya sabrán qué he venido a decirles. Esta vez todos respondieron: – Sí, por eso hemos venido, todos lo sabemos. Nasreddin bajó la cabeza y, abriendo las manos, replicó: – Si todos ya saben qué es lo que vengo a decirles, no hay necesidad de repetirlo. Entonces se levantó y se fue. De nuevo la multitud se quedó sorprendida, ¿otra vez tanta expectación para tan poco? La decepción volvía a reflejarse en sus caras mientras empezaban a abandonar el lugar. Pero, de repente, una persona del público dijo en voz alta: -¡Brillante! Y de nuevo: -¡Qué brillante! Y otro: – ¡Cierto, brillante! Y otro más: – ¡Muy brillante! Y otra vez todo el mundo estaba de acuerdo en que las palabras que acababan de escuchar eran de un brillo incluso superior a los rayos del mismísimo sol de Oriente. Sin embargo, un hombre determinó: – ¡Qué brillante, pero qué breve! Otro hombre asentía: – Demasiado breve. Pero uno les explicó: – Es la brevedad que caracteriza a los hombres sabios. – Es verdad, Nasreddin es un hombre sabio. – Muy sabio. – Increíblemente sabio. Pero de nuevo volvió la sensación de que habían perdido otra oportunidad de recrearse en las palabras del sabio mulá. Entre la multitud se oían voces que decían: – Queremos más, queremos escucharlo más. – Sí, queremos más. – Tiene que volver para iluminarnos con su conocimiento. Así que, otra vez, volvieron al lugar donde se hospedaba Nasreddin y le suplicaron que les diera una última exposición magistral. Le pedían, le suplicaban, le imploraban e, incluso, le exigían que volviera a hablarles, a lo que Nasreddin se negaba y, de nuevo, esa negación aumentaba el deseo de los habitantes por escuchar sus palabras. Así que al final, tras tanta insistencia, por última vez no tuvo más remedio que aceptar. Al día siguiente, el deseado orador volvió al auditorio. Esta vez había gente subida hasta en los tejados. Habían venido personas de pueblos cercanos que se habían enterado de la fastuosidad de las dos charlas anteriores de Nasreddin y no querían perderse por nada del mundo la que sería la última exposición del mulá en aquel lugar. Nasreddin se dirigió al público : – Supongo que ustedes ya sabrán qué he venido a decirles. Para que no pasara como en los días anteriores, todos se habían puesto de acuerdo en la respuesta y dijeron: – Unos sí y otros no. En ese momento una expectación mágica se adueñó de todos los presentes, prematuramente ensimismados por las palabras que ansiaban escuchar a continuación. Y Nasreddin respondió: -En ese caso, los que lo saben díganselo a los que no lo saben. Entonces se levantó y se fue. Y aún hoy en día, en ese lugar perdido de Oriente Medio, sus habitantes siguen contando, admirados, el increíble conocimiento que Nasreddin les transmitió siglos atrás a sus antepasados.
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