EL indio José Gaspar aplastó con un pesado metate la cabeza de dos hombres que dormían. No lo hizo porque le molestara tanto que el pequeño hato de chivos de José Luzardo y su hijo estropease unas cuantas matas de maíz de su coamil en un descuido de sus propietarios; sino porque, cuando fue a hacerles la reclamación lo trataron descortésmente, sin invitarlo a pasar a su casa y llamándole enredoso. Él era hombre de dignidad muy sentida, y se la guardó por el desaire y la ofensa, cayéndoles de noche y dejando sus petates embarrados de una papilla de sesos y sangre. Seguido por María Casilda, su mujer, huyó de su ranchería llevando la mano izquierda, que se luxase e hiriera en las violencias del acto, curada por la india con un emplasto de boñiga de res y envuelta en trapos.
A Ayotitlán se hacían unas ocho horas de camino. Y llevaban recorrida la mitad de esa distancia, cuando empezó a preocuparle haber olvidado en su jacal la cuchilla de monte conque hubiera podido defenderse de algún metiche que se obstinara en detenerlo. Llegaron pardeando la tarde. Y como el pequeño Centro de Salud que estaba a punto de inaugurarse constituía por aquel lado la avanzada del jacalerío, antes de penetrar en éste el indio decidió encomendar allí a su vieja, mientras él volvía a su choza para recoger la daga. Petrita, la enfermera que las autoridades municipales de Cuautitlán habían enviado con el fin de que echase a andar el dispensario médico y adiestrara en la impartición de primeros auxilios a las dos jóvenes de la localidad que lo atenderían, se hallaba a las puertas del pequeño pero flamante edificio. Viendo su mano vendada y algunas salpicaduras de sangre en la ropa de manta de José Gaspar, juzgó que acudían en busca de atención médica. Y sin interrogarlos, los hizo pasar a la sala donde estaban las camas y el botiquín para elementales curaciones. Pero cuando intentó desprender los sucios trapos conque María Casilda había envuelto la mano lastimada de su esposo, éste se negó a dejarla hacer. Y señalando a su compañera, le dijo: —Ai te la incargo…, en lo que regreso. Luego, sin esperar el consentimiento de la enfermera, se dirigió a María Casilda en lengua náhuatl. Y ésta se deslizó hasta quedar sentada en el suelo de un rincón. De su ejecutoria en el Centro de Salud de la cabecera municipal, Petrita entendía algunas palabras del idioma aborigen, pues frecuentemente llegaban a que los curasen indígenas de la región que no hablaban o no querían hablar otra lengua. Y le pareció que José Gaspar le había encargado a su mujer no moverse de allí en tanto que él regresaba. Viendo partir al indio por la misma vereda por donde llegaron, quiso obtener de María Casilda una explicación. Pero ésta era muda o sorda de remate como una pared. Ya que la enfermera dedujo que no le sacaría ni una maldita palabra, se dirigió a la parte posterior del edificio, donde el maestro carpintero Diego componía un receptor de radio. Él era su amante en Cuautitlán y esa tarde había llegado a visitarla y a pasar unos días con ella; pues el himeneo estaba en sus comienzos y él muy encaprichado todavía cuando Petrita recibió la orden de trasladarse a Ayotitlán. Trajo con él ese viejo receptor al que, artesano ingenioso, reemplazase con una caja de madera de su confección el deteriorado gabinete original y hacía trabajar en esos pueblos sin servicio eléctrico mediante una batería de automóvil que recargaba con un generador de camión movido por una gran rueda de madera que él mismo hizo y acopló al torno de su carpintería, y a la que por unos centavos hacían girar los chiquillos. Ya en Cuautitlán causó sensación aquel extraño aparato que realizaba el prodigio de traer cantos y música emitidos por las estaciones transmisoras de Colima, Guadalajara, México e incluso una de la frontera. Pero Diego no pretendía deslumbrar también allí a un vecindario que era predominantemente indígena y estaba en los últimos peldaños del aislamiento y del atraso técnico y cultural, sino amenizar con música de fondo las expansiones de su himeneo con Petrita. El trotecillo remoliente de la mula en que llegó había aflojado algunas conexiones y tornillos; y tuvo que repararlo a su arribo. Por otra parte, venía completa la carga del acumulador, y, aunque por falta del generador y la rueda no podría reponerla allí cuando se fuera agotando, Diego calculaba le duraría lo suficiente para hacerlo funcionar durante unas quince horas. Petrita se le acercó refiriéndole la estólida actitud de María Casilda. No estaba muy sorprendida, pues les conocía a los indios muchas extravagancias como ésa. Y tampoco a Diego le sorprendió el caso… Hasta que, luego de una frugal merienda, decidieron irse a acostar en una de las dos camas ortopédicas del aún vacío salón para enfermos internados. La presencia de María Casilda allí resultaba entonces indiscreta. Y trataron de convencerla de que saliese y se refugiara en la cocina en tanto regresaba su marido. Mas, la india, a la que efectivamente había recomendado éste no moverse de aquel lugar, se negó a complacerlos, hermética y muda a cuantas razones argüían. Y cuando en el intento de obligarla a obedecer la jalaron de los brazos, mantuvo su tozuda rebeldía volviéndose deliberadamente pesada y aferrándose con manos, pies y boca a los salientes de la pared y a las patas de camas y mesas, pegada al suelo con una obstinación de lapa. Hasta que en el esfuerzo por arrastrarla la lastimaron e inició un lloriqueo chillón que, por no provocar un escándalo, hizo que la enfermera y su amante desistieran del empeño. Convencidos de que sólo moliéndola a palos o en pedazos conseguirían arrancarla de allí, optaron por dejarla, pese a todo lo enojosa que iba a resultarles su presencia. Antes de meterse en el lecho, Diego encendió su aparato de radio captando en una de las estaciones de la lejana ciudad una canción de las conocidas por braveras. Esto sobresaltó a María Casilda, que no lograba explicarse de dónde salían aquella voz y aquella música y estuvo a punto de resolver el asunto de su molesta presencia lanzándola en fuga… Pero la fidelidad al deseo de su marido era más fuerte que todos los espantos; y, ocultando la cabeza entre el enredo para protegerla de algún posible peligro, se hizo rosca donde estaba. Petrita y Diego se acostaron, a fin de darle rienda suelta a las expansiones de su pasión amorosa. Y sólo al cabo de más de una hora, cuando ya María Casilda empezaba a tomarle gusto a las canciones, el carpintero saltó de la cama para apagar el radio-receptor y descansar durmiendo de los quebrantos del viaje. Al amanecer se levantó Petrita a condimentar un parvo desayuno, mientras María Casilda continuaba como pegada con cola en su rincón. Y Diego volvió a encender la radio, por más que le costó mucho trabajo encontrar a aquella hora estación que se hallara transmitiendo y tuvo que conformarse sintonizando una de la Ciudad de México engolfada en un programa calisténico, cuyas voces de tono castrense volvieron a sobresaltar a la india, pero sin conseguir tampoco que se moviera de su sitio. Desayunaban cuando entró en onda un programa musical. Y estaba un vals en su apogeo cuando apareció José Gaspar con su cuchilla fajada en la pretina y buscando receloso de dónde procedía aquella que le pareció deleitosa audición. Quedó atónito al descubrir que la música y la voz del locutor salían de una simple caja de madera. Y, posponiendo su propósito de llevarse a María Casilda para seguir huyendo de las autoridades mestizas que no tardarían en venir en su busca, se sentó a escuchar fascinado el melodioso concierto. Petrita sintió la necesidad de ofrecerles a él y a su mujer un cafecito que entonara sus cuerpos, maltrechos por la desvelada. Y abstraído como estaba en la música, José Gaspar cometió la en él inhabitual descortesía de no dar las gracias por aquella atención. Habían terminado con la infusión cuando Diego resolvió apagar el aparato para economizar la carga de su batería. Y el indio le suplicó que no lo callara, en una imploración que no dejaba de tener cierto tono de reproche. Un poco desconcertado y comprendiendo que no entendería sus reales motivos, el carpintero optó por asegurarle, como más convincente, que el aparato sólo tocaba y cantaba un ratito en las mañanas y otro al atardecer, y que nada podía hacer él que le obligara a trabajar fuera de ese horario. El indio lo aceptó desconsolado. Pero su ilusión por volverle a oír era tal, que decidió quedarse un día en Ayotitlán, desafiando el evidente peligro que allí corría. De modo que ese atardecer ya estaba de nuevo la pareja sentada en el suelo a las puertas del dispensario, ansiosa de volver a oír los gorjeos de aquella extraordinaria caja de música. Complaciente, Diego localizó una estación en la banda. Y, entre los carraspeos y ronquidos de la estática, ios destemplados gritos de un cantante fanfarrón, al cual respaldaba un conjunto de mariachis, hicieron trepidar la atmósfera. Los indios, que se habían aparragado sobre el piso, se abismaron escuchándolo con toda la absorta reverencia que observaban en misa. Durante las dos horas que el receptor permaneció encendido, ni uno ni otro alteró su postura. Aspiraban con deleite cada nota. Y cuando Diego volvió a apagarlo, tuvieron que confortarse del desencanto tomando sendos tragos del mezcal que José Gaspar traía en una botella. Envueltos en su cobija, durmieron a la intemperie sobre la banqueta para no perderse la audición de la mañana siguiente. Pero así que amaneciendo volvía la radio a bramar, se presentaron de improviso dos judiciales comisionados para aprehender al indio. Viéndole tan enervado y tranquilo, disfrutando de la música, le hicieron confianza. Y antes de desenfundar las pistolas le dijeron que iban a llevárselo… ¡Ese fue su trágico error! En el momento en que se le acercaban con el fin de cachearlo, José Gaspar saltó como un tigre sobre el primero de ellos y le clavó la cuchilla en las entrañas. El otro tuvo tiempo para reaccionar. Pero en su premura por sacar el arma de fuego, ésta se le disparó malogrando el tiro que fue a herirle en un pie. Lo cual iba a permitir que el indio lo agrediera también a cuchilladas, haciéndole soltar la pistola y poniéndole en fuga. José Gaspar quedó de dueño del campo y de la situación. Petrita y Diego, que habían presenciado atónitos su feroz hazaña, esperaban impacientes que el asesino y su mujer salieran huyendo para ellos poder asistir al judicial acuchillado, que se revolcaba sangrante en el suelo apretándose los taladrados intestinos. El indio le advirtió a su vieja, con un ademán apenas expresivo, que se aprestara para partir, mientras él despojaba a este otro enemigo de su pistola y se la fajaba junto con la otra y el cuchillo, cuya sangre había limpiado en un manchón de césped de la orilla de la banqueta, en su pretina… Mas, fascinado todavía por la música del receptor, no parecía decidirse a emprender camino. —Pérate que la canción si acabe —le dijo a María Casilda. Y aguardaron sin pestañear hasta que el debutante le dio fin a la cantata con un doliente alarido. Entonces, José Gaspar se volvió hacia Diego y le propuso: —Ponle precio a tu caja de música. Y como el aludido se resistiera, extrajo trabajosamente de su cinturón de cuero de víbora dos viejas monedas de oro con las que esperaba costearse los gastos de la huida, y mostrándoselas, preguntó: —¿Tienes con esto? —No lo vale —reconoció honesto y sincero su interlocutor—. Pero el aparato no está en venta. José Gaspar desdeñó con altivez esa reticencia. Estaba ya de lleno en el camino de la violencia y por primera vez en su vida consideraba que su voluntad era ley. Nada le costaría hacer una muerte más, y sólo porque sentía cierto afectuoso reconocimiento por el amable carpintero estaba tratando de evitarlo… Pero no podía dejar ir una oportunidad tan preciosa; y con la decisión de quien considera que nadie se halla en condiciones de detenerle, le arrojó las monedas y se echó al hombro la caja musical, que dejó de funcionar al interrumpirse su conexión con el acumulador. Miró entonces angustiado al carpintero. Y éste, que se había plegado ante lo inevitable, se encogió de hombros dándole a entender con un gesto que el concierto matinal había concluido. Aunque incipientemente receloso, el indio partió con el aparato a cuestas y seguido por su mujer internándose en el barañal del monte. …………… …………… Lo detuvo horas después la defensa rural sin que, acaso por temor a que de una refriega saliera maltratado el radio, ofreciese resistencia. Cuando tres días después volvió Diego a Cuautitlán, le vinieron con el chisme de que en la cárcel de la población el prisionero melómano se hallaba inconsolable porque no conseguía hacer funcionar el receptor y borboteaba amenazas contra él teniéndose por estafado. Temeroso de que al huir o al cumplir su condena José Gaspar decidiera vengarse, fue a la cárcel para conectarle el acumulador ya recargado. Y hasta que trasladaron al indio a la Penitenciaría de Guadalajara, contrajo voluntariamente la obligación de reponerle diariamente la carga de la batería, ya que ni para dormir apagaba el aparato. Si bien en Cuautitlán, con su caja de música y su mujer al otro lado de la reja, José Gaspar fue un preso modelo, no así cuando una vez sentenciado se lo llevaron al Penal de Escobedo, donde sin la una y sin la otra se volvió extremadamente rijoso e irascible… Hasta que un alcalde comprensivo y progresista tuvo el acierto de instalar un radio-receptor en mejor estado y que allí funcionaba con electricidad volviendo dulcemente melancólicas las horas del cautiverio.
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