Para los janr, la muerte es el estadio último y definitivo de la existencia. Esto los llevó, desde antiguo, a temerla y detestarla, y a tener el arte de la preservación como el más elevado, el más digno y virtuoso. No hay, en esa disciplina, maestros más grandes: un cadáver tratado por ellos, sometido a cualquiera de sus técnicas de embalsamamiento, es efectivamente arrebatado del ciclo natural de la putrefacción, y dejado, eternamente, como se encontraba en el momento de la muerte, sin deterioro perceptible.
Estas “bellas momias” , que las familias conservan celosamente por generaciones, acaban por llenar todas las ciudades de los janr. Entonces los pobladores vivos deben emigrar, y quedan los muertos, formados todos en las calles y las casas, mirando hacia afuera por las puertas y las ventanas: un saludo burlón al sol, que marca el paso de los días.
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El doctor Kreseepurson, desde luego científico loco, inventó un “Rayo Sirenizador” y quiso probarlo. Pero le fue peor que al famoso Krackelgruber y su aparato para transformar a las personas en ángeles: algo no salió bien y las ciudades se llenaron de pobres diablos con colas de pez en lugar de manos, colas de pez en lugar de ojos, colas de pez en lugar de narices, espaldas, dientes, cerebros, cabellos, órganos de la generación pero nunca en lugar de las dos piernas, de tal suerte que ninguno parecía realmente una sirena y nadie creyó que el tiempo de la razón hubiera pasado y estuviera cerca, destrucción, cataclismo, una nueva edad de mitos eternos.
(Y tal era el objetivo último de Kreseepurson, a quien su padre había forzado a dedicarse a la ciencia en vez de a la tarjetería española, con el rencor y odio consiguientes.) Homuncular, sicalíptica, estúpidamente, las sirenititas comenzaron a pelear dentro de la retorta: todas querían llegar al cuello del recipiente e hicieron muy feliz a su creador, el doctor Yakitito, quien no sólo vio que podría controlarlas con facilidad (el cuello estaba tapado con un corcho enorme): también advirtió que, liberadas en el agua corriente —o infiltradas en las botellas y los garrafones de agua purificada— sus criaturas llegarían a todas las casas de clase media baja en adelante y espantarían a los niños con sus palabras atroces; a las señoras con su actitud obscena; a los señores y curas con su belleza física perpetuamente inasible, y a los críticos literarios con su belleza perpetuamente inasible y, además, no sólo física, sino artística, miniaturizada, de cosa levemente nueva y a la vez muy antigua, del todo imprevista por la mediocridad y abulia de la época.
En los cabarets de la ciudad de los robots, los clientes beben aceite enriquecido, se conectan a redes eléctricas de voltajes exóticos y escuchan a los músicos y cantantes. Hay desde androides con formación operística hasta arañas rupestres que tocan cuatro guitarras a la vez. Y los repertorios también son muy variados: piezas de Kraftwerk y otros clásicos se alternan con las de cantautores actuales.
Pero el más curioso de todos estos artistas es Benito Punzón, quien cada noche aparece en el escenario, impecablemente vestido, y no utiliza ningún instrumento, ni siquiera su altavoz integrado. En cambio, zumba como planta eléctrica, martilla como antigua caja registradora, incluso imita el rascar de la piedra en las minas profundas: todos esos sonidos que para los robots son signos del pasado más remoto, de antes de la existencia del primer cerebro electrónico. La mayoría nunca los ha escuchado en otra parte pero todos se conmueven: alguno tiembla, otro arroja chispas que son como lágrimas. La cara de su madre. La muñeca que arrojó por la ventana. El libro que quemó. La pecera que vació en la sala. La muñeca a la que arrancó las piernas. Su primer psiquiatra. El tazón con el que golpeó a su madre. Su niñera poco antes de marcharse. Su abuela materna poco antes de marcharse. Su padre poco antes de marcharse. La cara de su madre. El gato al que metió en el horno. Su segundo psiquiatra. Su primer kinder. El niño al que pateó. Su tercer psiquiatra. La trenza cortada de su compañera. El rincón en el que estuvo castigada. La cara cortada de su compañera. Su cuarto psiquiatra. Su segundo kinder. El perro al que destripó. La silla a la que fue atada. El brazo en cabestrillo de su madre. El brazo en cabestrillo de su maestra. El brazo en cabestrillo de su quinto psiquiatra. Su tercer kinder. El niño que la golpeó. Un trozo de la oreja del niño que la golpeó. Su cuarto kinder. La denuncia en su contra. El bolso de su madre. El director de la primaria que no quiso admitirla. La cara de su madre. El director de la segunda primaria que no quiso admitirla. La tarjeta de débito de su madre. El director de la primaria que aceptó admitirla. La niña a la que trató de ahogar en un excusado. La niña a la que empujó por las escaleras. La carta en su contra de los padres de sus compañeros. La cara de su madre. Un hombro desnudo de su madre. El director de la segunda primaria que aceptó admitirla. El suéter de su compañero desaparecido. El cuerpo de su compañero desaparecido. La cara de su madre. La patrulla que fue a buscarla. La cara de su madre. El autobús que abordó con su madre. El primer motel donde durmió con su madre. El incendio del primer motel donde durmió con su madre. El boletín con la foto de su madre. La cara de su madre. El segundo motel donde durmió con su madre. El bebé que resistió tres días en el cuarto donde durmió con su madre. La cara de su madre. El tercer motel donde durmió. El teléfono que su madre trató de usar. La cara de su madre. Un ojo de su madre. La lengua de su madre. El otro ojo de su madre. El coche del hombre que la recogió en la carretera. La primera comentarista que habló de ella en la televisión. El coche del segundo hombre que la recogió en la carretera.Haz clic aquí para editar.
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