Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una semana: Antología”. Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra “poemas” en la primera página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May, 1940”.
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. “La algarabía es por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es posible”, tenía que decir siempre “sí”.
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Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una semana: Antología”. Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra “poemas” en la primera página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May, 1940”.
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. “La algarabía es por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es posible”, tenía que decir siempre “sí”. Eran las once y media de una noche de luna llena del mes de septiembre. Al terminar la reunión a la cual habían asistido, Koyumi y Kanako regresaron a la Casa del Laurel e inmediatamente vistieron sus kimonos de algodón. Hubieran preferido bañarse antes de cambiar su ropa, pero aquella noche no quedaba tiempo para eso.
Koyumi tenía cuarenta y dos años, una figura regordeta, alrededor de cinco pies de altura y un kimono estampado con hojas negras. Kanako, la otra geisha, aun cuando sólo tenía veintidós años y era buena bailarina, no tenía protector y parecía destinada a no desempeñar nunca un papel de importancia en los bailes anuales de otoño y primavera de las geishas. Su kimono de crêpe tenía remolinos azules sobre un fondo blanco. El marido de Toshiko estaba siempre ocupado. Incluso esa noche había tenido que salir precipitadamente para acudir a una cita y ella había vuelto sola en un taxi. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar una mujer casada con un atractivo actor? Toshiko había sido una tonta al suponer que pasaría la noche con ella. Sin embargo, él sabía cuánto le espantaba volver a su casa tan poco acogedora con sus muebles de estilo occidental y las manchas de sangre que aún podían verse en el piso.
El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Dos hermanos marchaban juntos por el mismo camino. Uno de ellos era pobre y montaba una yegua; el otro, que era rico, iba montado sobre un caballo.
Se pararon para pasar la noche en una posada y dejaron sus monturas en el corral. Mientras todos dormían, la yegua del pobre tuvo un potro, que rodó hasta debajo del carro del rico. Por la mañana el rico despertó a su hermano, diciéndole: -Levántate y mira. Mi carro ha tenido un potro. El pobre se levantó, y al ver lo ocurrido exclamó: En una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico.
El rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer. El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia. En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.
Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba: En tiempos remotos hubo un verano tan caluroso que la gente no sabía dónde esconderse para librarse de los ardientes rayos del Sol, que quemaban sin piedad. Coincidiendo con esta época de calor apareció una gran plaga de moscas y de mosquitos, que picaban a la desgraciada gente de tal modo que de cada picadura saltaba una gota de sangre. Pero al mismo tiempo se presentó el valiente Mizguir, incansable tejedor, que empezó a tejer sus redes, extendiéndolas por todas partes y por todos los caminos por donde volaban las moscas y los mosquitos.
Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.
Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó: -¿Y qué me darás por mi trabajo? -Un pud de harina y una libra de manteca. En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:
No hace mucho tiempo hubo en Salerno un grandísimo médico cirujano cuyo nombre fue maestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya cerca de sus últimos años, habiendo tomado por mujer a una hermosa y noble joven de su ciudad, de lujosos vestidos y joyas y de todo lo que a una mujer puede placer más, la tenía abastecida; es verdad que ella la mayor parte del tiempo estaba resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien cubierta. El cual, como micer Ricciardo de Chínzica a la suya enseñaba las fiestas y los ayunos, este a ella le explicaba que por acostarse con una mujer una vez tenía necesidad de descanso no sé cuántos días, y otras chanzas; con lo que ella vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo valeroso, para poder ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a echarse a la calle y a desgastar a alguien ajeno, y habiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al fin uno le llegó al alma, en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su bien. Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole mucho, semejantemente a ella volvió todo su amor.
Siendo obispo de Florencia micer Antonio de Orsi, valioso y sabio prelado, vino a Florencia un noble catalán llamado micer Diego de la Ratta , mariscal del rey Roberto, el cual, siendo apuestísimo en su persona y muy gran galanteador, sucedió que entre las otras damas florentinas le gustó una que era mujer muy hermosa y era sobrina de un hermano del dicho obispo. Y habiendo sabido que su marido, aunque de buena familia era muy avaro y malvado, arregló con él que le entregaría cincuenta florines de oro y que él le dejaría dormir una noche con su mujer; por lo que, haciendo dorar popolinos de plata, que entonces se usaban, acostándose con la mujer, aunque contra el gusto de ella, se los dio. Lo que, corriéndose luego por todas partes, llenó al mal hombre de burlas y de escarnio y el obispo, como prudente, fingió no haber oído nada de todo esto.
Debéis saber, pues, que en Lombardía hubo un monasterio famosísimo por su santidad y religión en el cual, entre otras monjas que allí había, había una joven de sangre noble y de maravillosa hermosura dotada, la cual, llamada Isabetta, habiendo venido un día a la reja para hablar con un pariente suyo, de un apuesto joven que con él estaba se enamoró; y este, viéndola hermosísima, ya su deseo habiendo entendido con los ojos, semejantemente se inflamó por ella, y no sin gran tristeza de los dos, este amor durante mucho tiempo mantuvieron sin ningún fruto.
Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla¹ cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.
Harold llamó a la puerta del apartamento.
Nelson estaba sentado a la mesa de la cocina comiendo un trozo de tarta de queso y bebiendo una taza de café expreso. -¿Sí? -preguntó Nelson. Los golpes a la puerta le ponían nervioso. Y cuando se ponía nervioso desarrollaba un tic en la cabeza. Su cabeza empezaba a hacer reverencias. -¿Quién es? -Nelson, soy Harold. -Ah, un momento. Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral: SE BUSCA UNA MUJER. Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Solo podía ver las letras grandes:
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
Mi padre cruzó el prado con el cuerpo del chico que se había ahogado. Volvían varios hombres juntos, que habían participado en la búsqueda, pero era él quien llevaba el cuerpo. Los hombres estaban cubiertos de barro y agotados y caminaban con la cabeza baja, como avergonzados. Incluso los perros estaban desanimados, chorreando agua fría del río. Cuando partieron, horas antes, los perros iban nerviosos, gruñendo, los hombres en tensión, decididos, y se respiraba una emoción contenida, inexpresable. Todos sabían que podían encontrarse con algo terrible.
I Columbine, bloodroot, Ofrendas se llama el libro. Letras de oro sobre una cubierta de un azul deslustrado. El nombre completo de la autora está debajo: Almeda Joynt Roth. El periódico local, el Vidette, se refería a ella como a «nuestra poetisa». Parece haber una mezcla de respeto y de desprecio, tanto por su profesión como por su sexo, o por su predecible coyuntura. Al principio del libro hay una fotografía con el nombre del fotógrafo en una esquina, y la fecha: 1865. El libro se publicó más tarde, en 1873.
Fiona vivía con sus padres en la ciudad en donde ella y Grant iban a la universidad. A Grant la enorme casa con miradores, con sus alfombras llenas de arrugas y sus marcas de taza en el barniz de la mesa, le parecía al mismo tiempo lujosa y desordenada. La madre de Fiona era islandesa; una enérgica mujer de espumoso pelo blanco e indignadas opiniones de extrema izquierda. Su padre era un cardiólogo importante, reverenciado en el hospital pero felizmente sumiso en casa, donde escuchaba extrañas monsergas con una sonrisa ausente. Monsergas impartidas por toda clase de individuos, ricos o astrosos, que incesantemente iban y venían, debatían y consultaban, a menudo con acentos extranjeros. Fiona tenía su propio coche y una pila de jerséis de cachemira; pero no estaba en ninguna hermandad de estudiantes, probablemente por lo que ocurría en su casa.
Justo antes de las seis de la tarde, George y Roberta, Angela y Eva salían de la camioneta de George (cambió su coche por una camioneta cuando se trasladó al campo) y cruzaron el patio delantero de Valerie, bajo la sombra de dos apartados y espléndidos olmos que han sido costosamente conservados. Valerie dice que aquellos árboles le han costado un viaje a Europa. La hierba que tienen debajo se ha mantenido verde durante todo el verano y está rodeada de dalias rojas. La casa es de ladrillo de un rojo apagado y alrededor de las puertas y de las ventanas hay un contorno decorativo de ladrillos de un color más claro, que originalmente eran blancos. Este estilo se encuentra a menudo en Grey Country; quizá fuese especialidad de alguno de los primeros constructores
Patrick Blatchford estaba enamorado de Rose. Esa se había convertido para él en una idea fija, incluso febril. Para ella era una sorpresa continua. Patrick quería que se casaran. La esperaba después de las clases, entraba y se ponía a su lado, de modo que cualquiera que estuviese hablando con ella no tenía más remedio que darse por aludido. Cuando esos amigos o compañeros de Rose estaban cerca no hablaba, pero hacía lo posible para decirle con una mirada fría e incrédula lo que opinaba de su conversación. Rose se sentía halagada, pero se ponía nerviosa. Una de sus amigas, Nancy Falls, pronunció mal “Metternich” delante de él.
Cuando tenía catorce años conseguí un trabajo en el Corral del Pavo durante la temporada de Navidad. Era demasiado joven para conseguir trabajo en una tienda, o como camarera a tiempo parcial; también era demasiado nerviosa.
Yo limpiaba pavos. Las demás personas que trabajaban en el Corral del Pavo eran Lily, Marjorie y Gladys, también limpiaban pavos. Irene y Henry los desplumaban; Herb Abbott, el capataz, supervisaba toda la operación y se ponía donde se le necesitaba. Morgan Elliot era el propietario y jefe. Él y su hijo Morgy se ocupaban de la matanza. El juego era prácticamente el mismo al que había jugado Eve con Sophie en largos y aburridos viajes en coche cuando Sophie era una niña pequeña. Entonces se trataba de espías; ahora eran alienígenas. Los hijos de Sophie, Philip y Daisy, se sentaban en los asientos traseros. Daisy no llegaba a los tres años y no podía entender lo que ocurría. Philip tenía siete años y era él quien dominaba la situación. Era él quien escogía el coche que debían perseguir, el coche en el que extraterrestres recién llegados iban de camino a su cuartel general secreto, la guarida de los invasores. Se guiaban por las señales emitidas desde otros coches por gente de apariencia inofensiva o por personas que se encontraban junto a un buzón de correos o que conducían un tractor por el campo. Muchos alienígenas ya habían llegado a la tierra y habían sido convertidos —ésta era la palabra utilizada por Philip—, de tal modo que cualquiera podía ser uno de ellos. Empleados de una gasolinera, mujeres que paseaban carritos de bebé, incluso los propios bebés. Podían estar emitiendo señales.
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