Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
–Anoche bebí demasiado. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente. –Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy. –Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill. –Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
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Jim e Irene Westcott pertenecían a esa clase de personas que parecen disfrutar del satisfactorio promedio de ingresos, dedicación y respetabilidad que alcanzan los exalumnos universitarios, según las estadísticas de los boletines que ellos mismos editan. Eran padres de dos niños pequeños; llevaban casados nueve años; vivían en el piso doce de un bloque de apartamentos cerca de Sutton Place; iban al teatro una media de 10,3 veces al año y confiaban en residir algún día en Westchester. Irene Westcott era una muchacha agradable y no demasiado atractiva, de suave pelo castaño y frente fina y amplia sobre la que nada en absoluto había sido escrito; en tiempo frío solía usar un abrigo de turón teñido de tal forma que parecía visón. No podía afirmarse que Jim Westcott aparentase ser más joven de lo que era, pero al menos podía asegurarse que parecía sentirse más joven. Llevaba muy corto el pelo ya grisáceo, se vestía con la clase de ropa que su generación solía llevar en los campus de Andover, y su porte era formal, vehemente y deliberadamente ingenuo. Los Westcott se diferenciaban de sus amigos, vecinos y compañeros de estudios únicamente en su común interés por la música seria. Asistían a un gran número de conciertos, aunque raramente se lo decían a nadie, y pasaban gran parte de su tiempo escuchando música en la radio.
La última vez que vi a mi padre fue en la Estación Gran Central. Yo iba de la casa de mi abuela, en los Adirondack, a una casa de campo en el Cabo alquilada por mi madre, y escribí a mi padre que estaría en Nueva York, entre dos trenes, durante hora y media, y le pregunté si podíamos almorzar juntos. Su secretaria me escribió diciendo que él se encontraría conmigo a mediodía frente al mostrador de información, y a las doce en punto lo vi venir entre la gente. Para mí era un desconocido -mi madre se había divorciado de él hace tres años y desde entonces no lo había visto- pero apenas lo vi sentí que era mi padre, un ser de mi propia sangre, mi futuro y mi condenación. Supe que cuando creciera me parecería a él; tendría que planear mis campañas ateniéndome a sus limitaciones. Era un hombre alto y apuesto, y me complació enormemente volver a verlo. Me palmeó la espalda y me estrechó la mano.
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