Una vez, al pasar el tren por Aci-Trezza dijiste, asomándote a la ventanilla del vagón: “¡Quisiera que estuviésemos un mes aquí!”
Volvimos, y pasamos no un mes sino cuarenta y ocho horas. Los campesinos, que tanto abrían los ojos al ver tus grandes baúles, creían que ibas a quedarte allí dos años. A la mañana del tercer día, cansada de ver eternamente aquel verde y aquel azul, y de contar los carros que pasaban por el camino, estabas en la estación, y jugueteando impaciente con la cadenilla de tu frasco de olor, alargabas el cuello por divisar un tren que no llegaba nunca. En aquellas cuarenta y ocho horas hicimos todo lo que se puede hacer en Aci-Trezza: paseamos por el polvo de la carretera y trepamos a las rocas; con el pretexto de aprender a remar, te hiciste bajo el guante unas ampollitas que robaban los besos; pasamos en el mar una noche lo más romántica, echando las redes como para hacer algo que a los barqueros les pudiera parecer merecedor de pescar una reuma, y el alba nos sorprendió en lo alto del acantilado, un alba modesta y pálida, que aun me parece estar viendo, estriada de amplios reflejos violeta, sobre un mar verde profundo, como una caricia sobre aquel grupito de casuchas que dormían acurrucadas a la orilla, mientras en lo alto del promontorio destacábase tu figulina en el cielo transparente y límpido, con las sabias líneas, obra de tu modista, y el perfil elegante y fino, obra tuya. Llevabas un vestidito gris que parecía hecho aposta para entonar con los colores del alba. ¡Lindo cuadro en verdad! Y bien se adivinaba que tú lo sabías, según la manera de modelar a tu cuerpo el chal y el modo con que sonreías con tus ojazos muy abiertos y cansados ante el extraño espectáculo, al que se añadía lo extraño también de estar tú presente. ¿Qué pasaba entonces por tu cabecita frente al naciente sol? ¿Le preguntaste acaso en qué hemisferio te encontraría de allí a un mes? Dijiste tan solo ingenuamente: “No comprendo cómo se puede vivir aquí todo la vida.”
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Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; pálida, como si fuera víctima de la malaria, y sobre esa palidez dos ojos grandes y dos labios frescos y rojos, devoradores.
En el pueblo la llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Maricchia, una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del pueblo. |
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