La tibia noche descendía lentamente.
Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas. Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río. El general de G... pronunció: —Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.
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Había recibido, durante la mañana del 18 de julio, el siguiente telegrama: “Buen tiempo. Continúan mis predicciones. Fronteras belgas. Salida del material y del personal a mediodía, a la sede social. Comienzo de maniobras a las tres. Así pues, os espero en la fábrica a partir de las cinco. JOVIS.”
A las cinco en punto yo entraba en la fábrica de gas de la Villette. Parecían las ruinas colosales de una ciudad de cíclopes. Enormes y oscuras avenidas se abren entre los pesados gasómetros alineados uno detrás del otro, semejantes a columnas monstruosas, truncadas, inigualmente altas y que sin duda portaban en otra época algún espantoso edificio de hierro. (Primera versión)
El doctor Marrande, el más ilustre y más eminente de los alienistas, había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora con él, a la casa de salud que dirigía, para mostrarles a uno de sus enfermos. En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les dijo: «Voy a someter a su consideración el caso más raro e inquietante que he conocido nunca. Por lo demás, nada tengo que decirles de mi cliente. Él mismo hablará». Tocó el doctor entonces la campanilla. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, con esa delgadez de ciertos locos a los que roe un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis. Hablábamos de mujeres galantes, la eterna conversación de los hombres.
Uno dijo: —Voy a referir un suceso extraño. Y era como sigue: *** Un anochecer de invierno se apoderó de mí un abandono perturbador; uno de los terribles abandonos que dominan cuerpo y alma de cuando en cuando. Estaba solo, y comprendí que me amenazaba una crisis de tristeza, esas tristezas lánguidas que pueden conducirnos al suicidio. El culpable era defendido por un jovencísimo abogado, un novato que habló así:
-Los hechos son innegables, señores del jurado. Mi cliente, un hombre honesto, un empleado irreprochable, bondadoso y tímido, ha asesinado a su patrón en un arrebato de cólera que resulta incomprensible. ¿Me permiten ustedes hacer una sicología de este crimen, si puedo hablar así, sin atenuar nada, sin excusar nada? Después ustedes juzgarán. DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE
12 DE JUNIO 1880.— ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pasar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un mes en esta ciudad que dicen ser la más triste, la más muerta, la más aburrida de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agujero, no una ciudad! ¡Me condenan a un mes de baño..., en fin! 13 DE JUNIO.— He pensado toda la noche en este viaje que me espanta ¡Solo me queda una cosa por hacer, voy a llevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y además yo aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro para el matrimonio. Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.
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