La tibia noche descendía lentamente. Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas. Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río. El general de G... pronunció: —Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.
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La tibia noche descendía lentamente. Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas. Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río. El general de G... pronunció: —Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles. Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles. Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror. Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont-Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre. La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos. Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro. No se oía otra cosa en el resplandor apagado del crepúsculo que un ruido confuso, tenue y sin embargo desmesurado, de rebaño en marcha, un pisoteo infinito, mezclado con un vago golpeteo de escudillas o de sables. Los hombres, inclinados, encorvados, sucios, a menudo incluso andrajosos, se arrastraban, se apresuraban en la nieve, a largos pasos derrengados. La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente esa noche. A menudo yo veía a un joven voluntario quitarse los zapatos para marchar descalzo, de tanto como le dolía ir calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Después, al cabo de cierto tiempo, se sentaba en un campo para descansar unos minutos, y no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto. ¡Cuántos de esos pobres soldados agotados, que contaban con proseguir en seguida, en cuanto hubieran dado un poco de descanso a sus piernas rígidas, dejamos a nuestras espaldas! Ahora bien, apenas cesaban de moverse, de hacer circular, por su carne helada, una sangre casi inerte, un invencible embotamiento los petrificaba, los clavaba al suelo, cerraba sus ojos, paralizaba en un segundo aquel agotado mecanismo humano. Y se doblaban un poco, con la frente apoyada en las rodillas, aunque sin caer del todo, pues sus riñones y sus miembros se tornaban inmóviles, duros como la piedra, imposibles de doblegar ni de enderezar. Y nosotros, los más robustos, seguíamos avanzando, helados hasta la médula, marchando gracias a una fuerza mecánica, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña fría y mortal, aplastados por la pena, por la derrota, por la desesperación, y sobre todo oprimidos por la abominable sensación del abandono, del final, de la muerte, de la nada. Divisé a dos gendarmes que sujetaban por los brazos a un hombrecillo singular, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente. Buscaban un oficial, creyendo haber cogido a un espía. La palabra «espía» corrió en seguida entre los rezagados y se formó un círculo en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!» Y todos aquellos soldados que se caían de agotamiento, y que sólo se tenían en pie porque se apoyaban en sus fusiles, sintieron de pronto ese temblor de cólera furiosa y brutal que empuja a las multitudes a la matanza. Quise hablar; yo era entonces el jefe del batallón; pero ya nadie reconocía a los jefes, me habrían fusilado también a mí. Uno de los gendarmes me dijo: «Hace tres días que nos sigue. Pide a todo el mundo informes sobre la artillería. » Traté de interrogar a aquel ser: «¿Qué hace usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué acompaña al ejército?» Farfulló unas palabras en un dialecto ininteligible. Era realmente un extraño personaje, de hombros estrechos, de mirada solapada, y estaba tan turbado en mi presencia que verdaderamente no dudé de que fuese un espía. Parecía de mucha edad y muy débil. Me miraba de soslayo, con un aire humilde, estúpido y malicioso. Los hombres que nos rodeaban gritaban: «¡Al paredón! ¡Al paredón!» Le dije a los gendarmes: «¿Me responden ustedes del prisionero?... » Aún no había acabado de hablar cuando un empujón terrible me derribó, y vi, en un segundo, como los soldados furiosos cogían al hombre, lo tiraban al suelo, le pegaban, lo arrastraban al borde del camino y lo arrojaban contra un árbol. Cayó ya casi muerto, sobre la nieve. Lo fusilaron al punto. Los soldados disparaban sobre él, cargaban sus armas, volvían a disparar con una saña brutal. Se peleaban por coger el turno, desfilaban ante el cadáver y seguían disparando sobre él, como quien desfila ante un ataúd para rociarlo con agua bendita. Pero de repente corrió un grito: «¡Los prusianos! ¡Los prusianos!» Y oí, en todo el horizonte, el rumor inmenso del ejército que corría enloquecido. El pánico, nacido de aquellos tiros sobre el vagabundo, había asustado a los propios ejecutores que, sin comprender que el espanto provenía de ellos mismos, escaparon y desaparecieron en las sombras. Me quedé solo ante el cuerpo con los dos gendarmes, a quienes su deber retenía a mi lado. Alzaron aquella carne magullada, molida, sangrante. «Hay que registrarlo», les dije. Y les tendí una caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre los dos. El gendarme que manejaba el cuerpo declaró: «Vestido con una blusa azul, una camisa blanca, un pantalón y un par de zapatos.» La primera cerilla se apagó; encendieron la segunda. El hombre prosiguió, volviendo los bolsillos. «Un cuchillo de asta, un pañuelo de cuadros, una petaca, un trozo de bramante, un pedazo de pan.» La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. El gendarme, tras haber palpado un buen rato el cadáver, declaró: «Nada más.» Yo dije: «Desnúdenlo. Quizá encontremos algo junto a la piel.» Y, para que los dos soldados pudieran actuar al mismo tiempo, me puse yo mismo a alumbrarles. Los veía al resplandor rápido y pronto extinguido de la cerilla quitar las ropas una a una, dejar al descubierto aquel sangriento paquete de carne aún caliente y muerta. De pronto uno de ellos balbució: «¡Caray! Mi comandante, ¡es una mujer!» No podría decirles qué extraña y punzante sensación de angustia me invadió el corazón. No podía creerlo, y me arrodillé en la nieve, ante aquella papilla informe, para ver: ¡era una mujer! Los dos gendarmes, confundidos y desmoralizados, esperaban que yo emitiese una opinión. Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer. Entonces el sargento pronunció lentamente: «A lo mejor venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del cual no tenía noticias.» Y el otro respondió: «A lo mejor, sí, puede ser.» Y yo, que había visto cosas muy terribles, me eché a llorar. Y sentí, ante aquella muerte, en aquella noche helada, en medio de aquella llanura negra, ante aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, lo que significa la palabra «Horror». Ahora bien, he tenido la misma sensación, el pasado año, al interrogar a uno de los supervivientes de la misión Flatters, un tirador argelino. Conocen ustedes los detalles de ese drama atroz. Hay uno, empero, que quizás ignoren. El coronel iba al Sudán por el desierto y cruzaba el inmenso territorio de los tuareg, que son, en ese océano de arena que va del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, una raza de piratas comparable a los que antaño asolaban los mares. Los guías que conducían la columna pertenecían a la tribu de los chamboa, de Uargla. Ahora bien, un día montaron el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, como el manantial estaba aún un poco más lejos, irían a buscar agua con todos los camellos. Un solo hombre previno al coronel de que lo traicionaban; Flatters no lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos, y casi todos sus oficiales. Fueron asesinados junto al manantial, y todos los camellos, capturados. El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, tomó el mando de los supervivientes, espahís y tiradores, e iniciaron la retirada, abandonando bagajes y víveres, por falta de camellos para llevarlos. Iniciaron, pues, la marcha por aquella soledad sin sombras y sin fin, bajo un sol devorador que los abrasaba de la mañana a la noche. Una tribu acudió a someterse y trajo dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial. Sólo quedaban unos cuantos espahís, como el sargento Pobéguin, a más de los tiradores indígenas de la tribu chamboa. Tenían aún dos camellos, pero desaparecieron una noche con dos árabes. Entonces los supervivientes comprendieron que iban a tener que devorarse entre sí y, en cuanto descubrieron la huida de los dos hombres con los dos animales, los que quedaban se separaron y echaron a andar uno a uno por la blanda arena, bajo la cruel llama del sol, a mayor distancia que la de un tiro de fusil. Caminaban así todo el día, levantando en cada lugar, en la extensión quemada y llana, esas columnitas de polvo que señalan desde lejos a quienes marchan por el desierto. Pero una mañana uno de los viajeros se desvió bruscamente, acercándose a su vecino. Y todos se detuvieron a mirar. El hombre hacia el cual marchaba el soldado hambriento no huyó, sino que se tumbó en el suelo, y apuntó hacia el que llegaba. Cuando lo creyó a buena distancia, disparó. No le dio al otro, que siguió avanzando y después, encarando a su vez, mató a su camarada. Entonces los demás acudieron de todo el horizonte a buscar su parte. Y el que había matado, descuartizando al muerto, lo distribuyó. Se espaciaron de nuevo aquellos aliados irreconciliables, hasta que el próximo asesinato los aproximara. Durante dos días vivieron de la carne humana repartida. Después reapareció de nuevo el hambre, y el primero que había matado mató otra vez. Y otra vez, como un carnicero, cortó el cadáver y lo ofreció a sus compañeros, quedándose sólo con su ración. Y así continuó esta retirada de antropófagos. El último francés, Pobéguin, murió asesinado a orillas de un pozo, la víspera del día que llegaron los auxilios. ¿Comprenden ustedes ahora qué es lo que yo entiendo por Horrible? Esto es lo que nos contó, la otra noche, el general de G… La nuit tiède descendait lentement. Les femmes étaient restées dans le salon de la villa. Les hommes, assis ou à cheval sur les chaises du jardin, fumaient, devant la porte, en cercle autour d'une table ronde chargée de tasses et de petits verres. Leurs cigares brillaient comme des yeux, dans l'ombre épaissie de minute en minute. On venait de raconter un affreux accident arrivé la veille: deux hommes et trois femmes noyés sous les yeux des invités, en face, dans la rivière. Le général de G... prononça: - Oui, ces choses-là sont émouvantes, mais elles ne sont pas horribles. L'horrible, ce vieux mot, veut dire beaucoup plus que terrible. Un affreux accident comme celui-là émeut, bouleverse, effare: il n'affole pas. Pour qu'on éprouve l'horreur il faut plus que l'émotion de l'âme et plus que le spectacle d'un mort affreux, il faut, soit un frisson de mystère, soit une sensation d'épouvante anormale, hors nature. Un homme qui meurt, même dans les conditions les plus dramatiques, ne fait pas horreur; un champ de bataille n'est pas horrible; le sang n'est pas horrible; les crimes les plus vifs sont rarement horribles. Tenez, voici deux exemples personnels qui m'ont fait comprendre ce qu'on peut entendre par l'Horreur. C’était pendant la guerre de 1870. Nous nous retirions vers Pont-Audemer, après avoir traversé Rouen. L'armée, vingt mille hommes environ, vingt mille hommes de déroute, débandés, démoralisés, épuisés, allait se reformer au Havre. La terre était couverte de neige. La nuit tombait. On n'avait rien mangé depuis la veille. On fuyait vite, les Prussiens n'étant pas loin. Toute la campagne normande, livide, tachée par les ombres des arbres entourant les fermes, s'étendait sous un ciel noir, lourd et sinistre. On n’entendait rien autre chose dans la lueur terne du crépuscule qu'un bruit confus, mou et cependant démesuré de troupeau marchant, un piétinement infini, mêlé d'un vague cliquetis de gamelles ou de sabres. Les hommes, courbés, voûtés, sales, souvent même haillonneux se traînaient, se hâtaient dans la neige, d'un long pas éreinté. La peau des mains collait à l'acier des crosses, car il gelait affreusement cette nuit-là. Souvent je voyais un petit moblot ôter ses souliers pour aller pieds nus, tant il souffrait dans sa chaussure; et il laissait dans chaque empreinte une trace de sang. Puis au bout de quelque temps il s'asseyait dans un champ pour se reposer quelques minutes, et il ne se relevait point. Chaque homme assis était un homme mort. En avons-nous laissé derrière nous, de ces pauvres soldats épuisés, qui comptaient bien repartir tout à l'heure, dès qu'ils auraient un peu délassé leurs jambes roidies! Or, à peine avaient-ils cessé de se mouvoir, de faire circuler, dans leur chair gelée, leur sang presque inerte, qu'un engourdissement invincible les figeait, les clouait à terre, fermait leurs yeux, paralysait en une seconde cette mécanique humaine surmenée. Et ils s'affaissaient un peu, le front sur leurs genoux, sans tomber tout à fait pourtant, car leurs reins et leurs membres devenaient immobiles, durs comme du bois, impossibles à plier ou à redresser. Et nous autres, plus robustes, nous allions toujours, glacés jusqu'aux moelles avançant par une force de mouvement donné, dans cette nuit, dans cette neige, dans cette campagne froide et mortelle, écrasés par le chagrin, par la défaite, par le désespoir, surtout étreints par l’abominable sensation de l'abandon, de la fin, de la mort, du néant. J'aperçus deux gendarmes qui tenaient par le bras un petit homme singulier, vieux, sans barbe, d'aspect vraiment surprenant. Ils cherchaient un officier, croyant avoir pris un espion. Le mot “espion” courut aussitôt parmi les traînards et on fit cercle autour du prisonnier. Une voix cria: “Faut le fusiller!” Et tous ces soldats qui tombaient d'accablement, ne tenant debout que parce qu'ils s'appuyaient sur leurs fusils, eurent soudain ce frisson de colère furieuse et bestiale qui pousse les foules au massacre. Je voulus parler; j'étais alors chef de bataillon; mais on ne reconnaissait plus les chefs, on m'aurait fusillé moi-même. Un des gendarmes me dit: “Voilà trois jours qu'il nous suit. Il demande à tout le monde des renseignements sur l'artillerie.” J'essayai d'interroger cet être: “Que faites-vous? Que voulez-vous? Pourquoi accompagnez-vous l'armée?” Il bredouilla quelques mots en un patois inintelligible. C’était vraiment un étrange personnage, aux épaules étroites, à l'oeil sournois, et si troublé devant moi que je ne doutais plus vraiment que ce ne fût un espion. Il semblait fort âgé et faible. Il me considérait en dessous, avec un air humble, stupide et rusé. Les hommes autour de nous criaient: “Au mur! au mur!” Je dis aux gendarmes: “Vous répondez du prisonnier?...” Je n'avais point fini de parler qu'une poussée terrible me renversa, et je vis, en une seconde, l'homme saisi par les troupiers furieux, terrassé, frappé, traîné au bord de la route et jeté contre un arbre. Il tomba presque mort déjà, dans la neige. Et aussitôt on le fusilla. Les soldats tiraient sur lui, rechargeaient leurs armes, tiraient de nouveau avec un acharnement de brutes. Ils se battaient pour avoir leur tour, défilaient devant le cadavre et tiraient toujours dessus, comme on défile devant un cercueil pour jeter de l'eau bénite. Mais tout d'un coup un cri passa: “Les Prussiens! les Prussiens!” Et j'entendis, par tout l'horizon, la rumeur immense de l'armée éperdue qui courait. La panique, née de ces coups de feu sur ce vagabond, avait affolé les exécuteurs eux-mêmes, qui, sans comprendre que l'épouvante venait d'eux, se sauvèrent et disparurent dans l'ombre. Je restai seul devant le corps avec les deux gendarmes, que leur devoir avait retenus près de moi. Ils relevèrent cette viande broyée, moulue et sanglante. “Il faut le fouiller”, leur dis-je. Et je tendis une boîte d'allumettes-bougies que j'avais dans ma poche. Un des soldats éclairait l'autre. J'étais debout entre les deux. Le gendarme qui maniait le corps déclara: “Vêtu d'une blouse bleue, d'une chemise blanche, d'un pantalon et d'une paire de souliers.” La première allumette s'éteignit; on alluma la seconde. L'homme reprit, en retournant les poches. “Un couteau de corne, un mouchoir à carreaux, une tabatière, un bout de ficelle, un morceau de pain.” La seconde allumette s'éteignit. On alluma la troisième. Le gendarme après avoir longtemps palpé le cadavre déclara: “C'est tout.” Je dis: “Déshabillez-le. Nous trouverons peut-être quelque chose contre la peau.” Et, pour que les deux soldats pussent agir en même temps, je me mis moi-même à les éclairer. Je les voyais à la lueur rapide et vite éteinte de l'allumette, ôter les vêtements un à un, mettre à nu ce paquet sanglant de chair encore chaude et morte. Et soudain un d'eux balbutia: “Nom d'un nom, mon commandant, c'est une femme!” Je ne saurais vous dire quelle étrange et poignante sensation d'angoisse me remua le coeur. Je ne le pouvais croire, et je m'agenouillai dans la neige, devant cette bouillie informe, pour voir: c'était une femme! Les deux gendarmes, interdits et démoralisés, attendaient que j'émisse un avis. Mais je ne savais que penser, que supposer. Alors le brigadier prononça lentement: “Peut-être qu'elle venait chercher son éfant qu'était soldat d'artillerie et dont elle n'avait pas de nouvelles.” Et l'autre répondit: “P't'être ben que oui tout de même.” Et moi qui avais vu des choses bien terribles, je me mis à pleurer. Et je sentis, en face de cette morte, dans cette nuit glacée, au milieu de cette plaine noire, devant ce mystère, devant cette inconnue assassinée, ce que veut dire ce mot: “Horreur”. Or, j'ai eu cette même sensation, l'an dernier, en interrogeant un des survivants de la mission Flatters, un tirailleur algérien. Vous savez les détails de ce drame atroce. Il en est un cependant que vous ignorez peut-être. Le colonel allait au Soudan par le désert et traversait l'immense territoire des Touareg, qui sont, dans tout cet océan de sable qui va de l’Atlantique à l’Egypte et du Soudan à l'Algérie, des espèces de pirates comparables à ceux qui ravageaient les mers autrefois. Les guides qui conduisaient la colonne appartenaient à la tribu des Chambaa, de Ouargla. Or, un jour on établit le camp en plein désert, et les Arabes déclarèrent que, la source étant encore un peu loin, ils iraient chercher de l'eau avec tous les chameaux. Un seul homme prévint le colonel qu'il était trahi: Flatters n'en crut rien et accompagna le convoi avec les ingénieurs, les médecins et presque tous ses officiers. Ils furent massacrés autour de la source, et tous les chameaux capturés. Le capitaine du bureau arabe de Ouargla, demeuré au camp, prit le commandement des survivants, spahis et tirailleurs, et on commença la retraite, en abandonnant les bagages et les vivres, faute de chameaux pour les porter. Ils se mirent donc en route dans cette solitude sans ombre et sans fin, sous le soleil dévorant qui les brûlait du matin au soir. Une tribu vint faire sa soumission et apporta des dattes. Elles étaient empoisonnées. Presque tous les Français moururent et, parmi eux, le dernier officier. Il ne restait plus que quelques spahis, dont le maréchal des logis Pobéguin, plus des tirailleurs indigènes de la tribu de Chambaa. On avait encore deux chameaux. Ils disparurent une nuit avec deux Arabes. Alors les survivants comprirent qu'il allait falloir s'entre-dévorer, et, sitôt découverte la fuite des deux hommes avec les deux bêtes, ceux qui restaient se séparèrent et se mirent à marcher un à un dans le sable mou, sous la flamme aiguë du ciel, à plus d'une portée de fusil l'un de l'autre. Ils allaient ainsi tout le jour, soulevant de place en place, dans l'étendue brûlée et plate, ces petites colonnes de poussière qui indiquent de loin les marcheurs dans le désert. Mais un matin, un des voyageurs brusquement obliqua, se rapprochant de son voisin. Et tous s'arrêtèrent pour regarder. L'homme vers qui marchait le soldat affamé ne s'enfuit pas, mais il s'aplatit par terre, il mit en joue celui qui s'en venait. Quand il le crut à distance, il tira. L'autre ne fut point touché et il continua d'avancer puis, épaulant à son tour, il tua net son camarade. Alors de tout l'horizon, les autres accoururent pour chercher leur part. Et celui qui avait tué, dépeçant le mort, le distribua. Et ils s'espacèrent de nouveau, ces alliés irréconciliables, pour jusqu'au prochain meurtre qui les rapprocherait. Pendant deux jours ils vécurent de cette chair humaine partagée. Puis la famine étant revenue, celui qui avait tué le premier tua de nouveau. Et de nouveau, comme un boucher, il coupa le cadavre et l'offrit à ses compagnons, en ne conservant que sa portion. Et ainsi continua cette retraite d'anthropophages. Le dernier Français, Pobéguin, fut massacré au bord d'un puits, la veille du jour où les secours arrivèrent. Comprenez-vous maintenant ce que j'entends par l'Horrible? Voilà ce que nous raconta, l'autre soir, le général de G...
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