Let me take you down cause I’m going to Strawberry Fields… Nothing is real… (The BEATLES) I. El circo Allí, donde nunca sucedía nada, era muy fácil llamar la atención. El desfile inicial del Gran Circo Magnético de Oklahoma fue algo verdaderamente desproporcionado: atraído al principio por una música estridente y lejana, e inmediatamente después por la noticia que corría en los gritos de los niños, el pueblo entero, casi sin excepciones, se distribuyó en rigurosas mitades a lo largo de la calle principal, como cargas eléctricas polarizadas. El carromato, o lo que fuese, parecía venir de muy lejos —y realmente no cabía otra posibilidad: Alice Springs está rodeada por un inmenso desierto. Un hombre de aspecto robusto y sereno, de edad avanzada y mirada distante, conducía la enorme estructura de hierros entrecruzados, poblada de extrañas maravillas; pero el cortejo era encabezado por una gallina mecánica, a quien seguía una mujer de carne y hueso que hacía sonar una trompeta; una mujer demasiado alta, con cara de niña —amofletada y de labios pintados en forma de corazón— y un cuerpo que se sospechaba regordete bajo el largo sobretodo masculino que sólo dejaba al descubierto unos zapatos cuadrados, anchos, de tacos angostos y largos. Luego ese aparato, guiado por el hombre robusto, impávido, grave, que no miraba jamás hacia los costados; y en el interior de la estructura los músicos monstruosos, con varios cuerpos que brotaban de un solo par de piernas, uno de ellos con cabeza de pájaro; y la cabeza de un gigante, que ocupaba la mayor parte de la estructura, una cabeza sin cuerpo y viviente con párpados que podían guiñar y una boca que podía sonreír. Detrás, gallinas y conejos mecánicos, un elefante enano, un payaso que distribuía volantes y luego todos los niños del pueblo, más una especie de adulto: Dante, con su figura alta y desgarbada, su sobretodo raído y ese sombrero blando que se quitaba en muy pocas ocasiones.
Después de traspasar los límites de la ciudad, dejando la calle principal llena de asombro y papeles de colores, los niños se cansaron pronto y se volvieron a sus casas con las manos llenas de volantes y un brillo febril en los ojos, a esperar el día y la hora de la función inaugural; Dante, sin embargo, siguió con su paso cansado la huella profunda de las ruedas metálicas hasta mucho después de haberse extinguido la música y perdido de vista el cortejo. Cuando llegó, la estructura metálica estaba quieta y cerrada, transformada en una especie de caja gigante o galpón; a un costado había una carpa, también muy grande, de lona, y lo único que se movía en los alrededores era una gallina mecánica que picoteaba incesantemente el pasto ralo y amarillento que preludiaba el desierto. Dante dio algunas vueltas prudentes alrededor del Circo. Después, cuando intentaba acercarse a la gallina, asomó la cabeza de la mujer-niña a través de una rendija en la lona. La boquita pintada en forma de corazón sonrió ante los esfuerzos cautelosos de Dante por atrapar al animalito; por más que se agazapara o se arrastrara o intentara arrojar el sombrero como una red, el animal mecánico se ponía siempre fuera de su alcance con un exacto salto prodigioso. Después Dante se dio cuenta de que lo estaba observando y sintió vergüenza; pero al ver la sonrisa en los labios en corazón consiguió arrancar a los suyos algo que logró acentuar esa expresión de total estupidez que solía producir en los demás. La mujer-niña desprendió algunos broches más de la lona, que se abrió como una puerta, y salió al exterior. Dante retrocedió dos pasos, con el sombrero en las manos, tratando de conservar lo que él consideraba una sonrisa y de no salir corriendo. El miedo que le infundía la mujer no era tan grande como la curiosidad que le despertaba todo aquello —especialmente la gallina. --How work? —preguntó, señalando con un brazo estirado el animal que seguía picoteando sin cesar. La mujer-niña se llevó un dedo a los labios reclamando silencio, y le respondió luego en voz baja, en un inglés tan malo como el de Dante: --Not noise! —dijo—. Father sleep —y señaló a su vez la construcción metálica, herméticamente cerrada como una lata de conserva. Hubo un silencio prolongado, mientras Dante observaba alternativamente a la mujer y a la gallina; y cuando la mujer avanzó un par de pasos Dante resistió con firmeza sin moverse de su sitio, e insistió en su pregunta. La mujer siguió aproximándose, mientras explicaba que Dante no sería capaz de entender el funcionamiento del aparato. Luego abrió el puño derecho; en la palma extendida había un caramelo rojo, destellando al sol como una joya. --Take —dijo ella, y Dante alargó temerosamente la mano y tomó el caramelo; pero no se lo puso en la boca, sino en el bolsillo mugriento. Luego ella lo tomó de la mano y lo llevó trabajosamente al interior de la carpa. Dante se resistía a medias, como hechizado a medias; pero por fin entró a ese lugar en penumbras, lleno de objetos apenas ordenados en grandes bloques que dividían la carpa, como una casa, en varias habitaciones. Sus ojos, al acostumbrarse a la media luz —unos rayos de sol muy filtrados por el grosor de la lona— fueron descubriendo multitud de aparatos y paneles, algo que su mente relacionaba en forma confusa con la electricidad. La mujer-niña seguía sonriendo, y no le había soltado la mano. Dante advirtió que esos ojos redondos y sin brillo podían tener siglos; y la piel de la cara, estirada y tersa, tenía una juventud demasiado sospechosa. Ella parecía haberse achicado, con relación a su figura en el desfile; apenas llegaba, con sus bucles dorados, a la mitad del pecho del gigante flaco. Tenía una blusa verde y una falda rosada; y luego Dante descubrió, en un rincón, el sobretodo marrón colgado de un perchero, junto a un par de zancos pequeños. Pero Dante tenía una idea fija. --How work? —insistió, señalando vagamente al exterior de la carpa, donde se suponía que debía seguir picoteando la gallina. --It’s a machine —dijo ella, alzándose de hombros—. All is a machine. —Fue hasta un panel y apretó un botón; una forma obscura se agitó sobre el piso de tierra y comenzó a brincar sobre sus patas traseras; era uno de los conejos mecánicos. Luego volvió a apretar el botón y el conejo quedó quieto, inerte. Dante estiró una mano hacia otro botón, pero ella le pegó en los dedos—. Not touch nothing —le dijo severamente, y Dante guardó la mano en el bolsillo, donde sus dedos rozaron el caramelo. Por su imaginación desfilaban nuevamente los músicos monstruosos, la cabeza del gigante, los conejos; pero por algún motivo obscuro y especial, su preocupación se centraba en la gallina de allá afuera. Las explicaciones no lograban satisfacerlo. La mujer-niña lo empujó suavemente hacia un sofá desvencijado—. Sit here —dijo, y ella se sentó a su lado—. What your name? —Dante —dijo él, y comenzó a sentirse muy incómodo. Con un ademán nervioso volvió a colocarse el sombrero, y el cuerpo se le puso rígido, la espalda dura y derecha como una tabla. Al parecer, la mujer-niña comprendió que podían entenderse en español. —Mi nombre es Mariarrosa —dijo, y Dante no supo qué decir; inclinó apenas la cabeza, para hacerle ver que había escuchado—. O Rosemary, o Marie-la-Rose. As you like, como gustes. Dante suspiró profundamente. Los objetos se distinguían cada vez con mayor nitidez. Le llamó la atención la ausencia de cables. Todo habría sido para él muy claro, o al menos así lo creía, si hubiese habido cables que unieran los paneles y aparatos con los conejos y las gallinas; pero no había cables. —¿Cómo funciona? —insistió, mirándola ahora directamente a esos ojos lejanos, y su ademán fue amplio, incluyéndolo todo. Mariarrosa suspiró y comenzó un largo discurso, mezclando palabras de distintos idiomas. A Dante, desde luego, se le perdía la mayor parte, pero iba surgiendo de todos modos una idea general que lentamente lo iba satisfaciendo. Era un circo electromagnético. Nada era real allí, sólo ella y su padre (quien no podía morir). Lo demás consistía en aparatos mecánicos guiados por control remoto —y aquí había palabras que sonaban a «campos magnéticos», «diferencia de potencial», y otras difíciles de recordar—, y en ilusiones ópticas tridimensionales, como por ejemplo los músicos, que se lograban reproduciendo ópticamente imágenes de ella misma y de su padre. Estas imágenes eran tan reales que se podían tocar, y también podían hacer cualquier cosa, como por ejemplo ejecutar un instrumento musical o repartir volantes de colores. Todo parecía muy simple, y Dante estaba a punto de creer que había comprendido. Pero en el fondo seguía existiendo una obscura fuente de preocupación, algo que tenía que ver con los cables pero que ahora se había trasladado. Miró a la mujer-niña con desconfianza, moviendo la cabeza como si comprendiera pero mostrando en la mirada y en la dureza de la boca que no estaba convencido. —Los niños se divierten y los adultos se maravillan —dijo ella, como resumiendo la explicación en una clara síntesis. Era uno de los slogans impresos en los volantes de propaganda. Pero Dante había logrado localizar con exactitud el punto débil y desbarató el engaño con una sola frase: —Aquí no hay enchufes —dijo, triunfalmente. Mariarrosa rió, por primera vez, con una risa tintineante que hacía juego con los bucles dorados. —Toda la energía —dijo— proviene de esa cajita —y señaló una pequeña caja negra, muy parecida a las baterías de los automóviles, tal vez apenas un poco más grande. Estaba en el suelo, también sin cables, silenciosa, aparentemente inerte. —¿Y no se gasta nunca? —preguntó Dante. —Nunca —respondió ella enérgicamente. Luego, bajando la voz, adoptó un tono muy confidencial—. Es un secreto que nadie debe saber; si llegara a caer en manos que no corresponden, entrañaría un grave peligro para la humanidad. Ahora sí; Dante había llegado adonde quería llegar. Desde un primer momento, desde las primeras notas estridentes venidas desde lejos a la rutina de Alice Springs, había intuido que allí había algo muy poderoso, algo terrible, algo desesperadamente atractivo y peligroso. Ahora sí había llegado adonde quería. —¿Qué hay en la caja? —preguntó vivamente. Mariarrosa volvió a reír, con cierto nerviosismo. —No debo decírtelo —respondió. Pero Dante había logrado invertir los papeles, y se sentía fuerte. Se puso de pie bruscamente. —Me voy —dijo. —¡No! —Mariarrosa también se levantó y lo agarró de una manga del sobretodo. Dante se mantuvo rígido y firme, con la mirada fija en la rendija de la puerta. Mariarrosa se dio por vencida—. Está bien —dijo—. Prometo decírtelo. —Ahora —dijo Dante. —Después —dijo Mariarrosa, y lo empujó otra vez hacia el sofá—. Ahora voy a hacerte una demostración; después comprenderás mejor. Dante se sentó, en actitud de espera desconfiada. Mariarrosa se alejó unos pasos, dio unas vueltas entre bloques de aparatos y se ocultó tras un panel, en el otro extremo de la carpa. —Quédate allí —se oyó su voz, contenida para no despertar al padre—. No te muevas de allí y en seguida verás. Manipuló los controles del panel, y junto a las llaves se encendían lucecitas verdes y rojas. Dante aguardaba, con la expresión del que tiene la firme voluntad de no dejarse engañar. Advirtió, a su izquierda, otro perchero, del cual pendía la jaula de un pájaro; era un pájaro negro, una especie de mirlo. Su cabecita negra era la misma cabeza, aunque mucho más pequeña, de uno de los violinistas monstruosos. Dante comenzó a hacerse una idea de cómo se fabrican ciertas maravillas. Insensiblemente, la atmósfera se había ido cargando a su alrededor, haciéndose más pesada, más tangible. —¿Ves algo? —Se oyó la voz de Mariarrosa. —No —dijo Dante, pero de inmediato debió corregirse—. Sí, como una nube. —Y tragó saliva, porque estaba empezando a asustarse. La materia se condensaba cada vez más, formando como grandes moléculas que se arremolinaban y aglutinaban a su lado, hasta producir incluso una depresión en el lugar vacío del sofá. Luego la especie de nube fue cobrando una forma más precisa, de contornos humanos, como un fantasma ectoplasmático. Dante no podía moverse y tragaba saliva cada vez con mayor frecuencia, los ojos casi desorbitados mirando de reojo aquella cosa que se iba perfilando con mayor claridad; y el fantasma era el fantasma de Mariarrosa. El gigante flaco transpiraba intensamente y buscaba y rebuscaba los resortes de su voluntad para dar un salto y alejarse corriendo de allí; pero se sentía pegado al sofá, incapaz del menor movimiento. Hasta que el fantasma fue cobrando nitidez y colorido, mientras Mariarrosa seguía maniobrando los controles del panel, que a veces producía pequeños chasquidos. —¿Ya está? —preguntó ella, y Dante no podía responder. A su lado había una réplica exacta de Mariarrosa, que le sonreía. La mujer-niña interpretó correctamente el silencio de Dante y la réplica separó los labios y le habló—. Tócame —dijo. Dante no se movió, aunque el miedo iba aflojando lentamente. Respiró hondo. Los controles volvieron a producir chasquidos leves, y la mirada de la réplica de Mariarrosa adquirió una intensidad que su original habitualmente no poseía; Dante comenzó a perderse en aquella profundidad brillante, de un color verde que parecía fosforecer, y los músculos se le fueron aflojando—. Tócame —volvió a decir la réplica de Mariarrosa, y también la voz era distinta ahora; una voz cálida, como surgiendo desde el centro mismo de su femineidad. Dante levantó tímidamente un brazo y apuntó con un dedo índice hacia el hombro de la réplica; luego lo acercó lentamente, y el dedo se hundió en una carne elástica hasta tocar hueso. De esa especie de mujer que estaba a su lado surgía ahora un suave aroma de violetas; y la mirada era muy intensa, y la boca sonreía de otra manera, con generosidad sin límites. Por primera vez en su vida, el hombre flaco y largo acercó su boca a la boca de una mujer. Mariarrosa dejó momentáneamente los controles del panel mientras Dante, ya totalmente abandonado a la voluntad de ese placer desconocido, desabrochaba torpemente los botones de la blusa de la mujer fantasma que había a su lado. Después, mientras la Mariarrosa auténtica, con las mejillas enrojecidas, volvía tras el panel a mover apresuradamente algunos controles, Dante, como borracho, manoteaba asombrado ese aire denso que nuevamente comenzaba a disgregarse y a volverse intangible, ese fantasma sonriente de Mariarrosa que se disolvía y se alejaba sin moverse de su sitio, y veía con inquietud cómo una pequeña masa líquida suspendida en el aire iba cayendo pulverizada y dejaba sobre el sofá una leve mancha de humedad. La imagen de Mariarrosa había desaparecido definitivamente; el aire era nuevamente aire, transparente, incoloro; sólo flotaba un ligero olor de ozono y un perfume desleído de violetas, mezclado con otro, no desagradable, de transpiración y de esperma. Al cabo de unos instantes reapareció la mujer-niña con su expresión habitual, apenas un tanto ruborizada y haciendo unos arreglos innecesarios en los pliegues de su falda. Dante la miró con una mezcla de ternura y desconcierto. —Ahora debes irte —susurró ella—. Papá está por despertar. Dante se levantó blandamente, se dirigió a la puerta de lona, se detuvo un instante para estirar un brazo y acariciar la mejilla de la mujer; luego volvió a enderezar sus pasos hacia la puerta, pero de nuevo se detuvo. Le cambió por completo la expresión. Se dio vuelta y la miró fijamente. —¿Qué hay adentro de la caja? —preguntó con severidad. Mariarrosa apretó los labios. —Luego te diré. —Ahora. —Papá no debe encontrarte aquí. —Ahora. Mariarrosa suspiró. —No debe saberlo nadie. Pero nadie —insistió, mirándolo a los ojos. Dante sacudió la cabeza, y aguzó el oído—. En la caja hay un demonio de Maxwell. Dante la miró con incredulidad. En su vida había oído hablar de Maxwell, pero tenía una idea muy concisa de qué cosa eran los demonios. —Abre y cierra continuamente una tapita que hay adentro de la caja, para dejar pasar las partículas… —Me estás mintiendo —dijo fríamente Dante. —Ven, acércate a la caja —respondió la mujer-niña con aire ofendido—. Más. —Dante tuvo que agacharse, y tenía el oído casi pegado a la caja. Entonces oyó una voz en falsete, que muy bien podría haber sido la voz fingida de Mariarrosa pero que talmente parecía salir, lejana y medio ahogada, del interior de la caja: «¡Quiero salir de aquí!». «¡Quiero salir de aquí!». La voz tenía el tono exacto que podría esperarse de un pequeño demonio encerrado y rabioso. Dante no se convenció del todo, pero comprendió que las cosas habían llegado a un punto límite; si todo aquello era mentira, al menos el espectáculo había sido completo y coherente. Mariarrosa lo acompañó unos pasos fuera de la carpa, y todavía agregó: —¿Te das cuenta de lo terrible que sería que alguien conociera el secreto de la caja, y lo usara para hacer el mal, en su propio provecho? Terremotos, explosiones, ciudades enteras destruidas… La energía contenida allí es incalculablemente poderosa. O que alguien dejara escapar al demonio… Entonces sí… —Su voz tembló y aun su cuerpo tuvo un ligero estremecimiento—. Entonces sí que la humanidad no tendría salvación. La gallina seguía picoteando vanamente el suelo de tierra reseca. —Bueno —dijo Dante—. Hasta pronto. —Espera. —Mariarrosa lo tomó una vez más de la manga del sobretodo, y caminaron unos pasos hacia la gallina—. Pon la mano allí —dijo, señalando un lugar en el suelo. Dante, de rodillas, puso la mano allí. La gallina se acercó y, con un movimiento ligero y emitiendo un sonido electrónico que parecía más un rebuzno que un cacareo, dejó caer un reluciente huevito de oro en la palma extendida del gigante—. Con eso podrás comer unos días —dijo ella—. Y comprarte un sobretodo y un sombrero nuevos. Pero que no se entere mi padre. Dante echó a andar hacia la ciudad. Tenía demasiada cantidad de cosas en qué pensar, y no estaba acostumbrado. Tenía, además, en las manos y en las ropas un suave aroma de mujer y de violetas; y tenía un sentimiento nuevo, desconocido, algo que le recordaba quizás vagamente la infancia; una infancia distante y olvidada que ahora comenzaba a revolverse peligrosamente en su memoria. Demasiado para pensar y para sentir. La mano derecha se introdujo en el bolsillo del sobretodo raído y sin que Dante se diese cuenta los dedos largos y finos limpiaron el caramelo rojo de las hebras de lana y de tabaco, y del polvo del desierto que se le habían adherido, y al llegar al pueblo la capa exterior del caramelo se disolvía en su boca y un licor meloso y fuerte le acariciaba la garganta. II. El demonio Hacía cierto tiempo ya que el Gran Circo Magnético de Oklahoma había seguido viaje por el desierto, con la oscura promesa general de regresar un día a maravillar a todos los espectadores con nuevos trucos deslumbrantes, y la más oscura promesa particular de Mariarrosa de regresar y casarse con Dante cuando muriera su padre. El contacto con Mariarrosa y el Circo le había dado a Dante, entre otras cosas, una filosofía de la vida. —Nada es real —dijo, y fue hasta el mostrador y llenó él mismo otra vez su vasito de ron—. Nada es real —repitió, cuando volvió a sentarse, y yo asentí una vez más. Pobre Dante: pasaría el resto de sus días viviendo de un recuerdo y repitiendo mecánicamente una filosofía estrecha que había aprendido de su único contacto especialmente distinto con la realidad, y nada más que para negar esa realidad o, tal vez, sin saberlo, afirmar la única realidad de la Nada como cosa existente. Pobre Dante: pasaría el resto de sus días esperando el regreso imposible de una mujer sin edad, con cuyo fantasma había hecho el amor; esperando el regreso condicionado por la muerte de un ser que no podía morir. —El padre de Mariarrosa —Dante comenzó su historia una vez más y, de cualquier manera, yo prefería esa historia a las seriales de televisión que observaban hipnotizados los demás parroquianos, todas las tardes y todas las noches en la maldita taberna del maldito pueblo de ese maldito continente en donde yo no tenía nada que hacer—, el padre de Mariarrosa se ganó la inmortalidad junto con el Circo Magnético y la caja con el demonio, en un partido de ajedrez contra el autómata del señor Tyndall. Pero después se cansó de vivir y ahora quiere morirse y no puede. Recorre el mundo buscando al señor Tyndall o a cualquier otro que pueda devolverle la muerte; dice que hay una forma, pero no explica cuál. ¿Tú crees que lo conseguirá? —Sí, Dante —respondí sin convicción, con una cierta ironía inadvertible. Miré mi propio vaso con un ligero sentimiento de asco, y me pregunté una vez más por qué sentía piedad por el gigante idiota. Él, al menos, tenía recuerdos y esperanzas. Y tenía un amigo, admirable: yo mismo. Nos juntamos porque no cabía otra posibilidad; apenas sabíamos unas palabras de inglés, y él por inútil y yo por otros motivos estábamos completamente marginados, a duras penas admitidos físicamente en ese lugar imposible, suspendidos entre una intolerable aristocracia inglesa y los indígenas marginados en los límites del cinturón desértico. De vez en cuando hacíamos algún trabajo innoble o pedíamos limosna para comer y beber, y como Dante había obtenido, no sé por qué medios —tal vez por estar allí desde tiempos inmemoriales— el derecho a una pieza en el último altillo del último hotel del pueblo, vivíamos juntos y hasta llegamos a simpatizar. —El autómata del señor Tyndall simbolizaba la muerte —prosiguió Dante, con el mismo entusiasmo de un niño que cuenta por trigésima vez el cuento de Caperucita Roja—. El señor Tyndall iba de pueblo en pueblo con su carromato ofreciendo una bolsa repleta de monedas de oro a quien le ganara una partida al autómata. Los perdedores morían fatalmente porque el autómata estaba cubierto por una mortaja y jugaba con las piezas negras. En los pueblos del Oeste americano por donde pasaba el señor Tyndall se corría la voz de que el autómata no era un autómata sino la misma Muerte. Ganaba siempre, y la gente moría. Una vez, dicen que un viejo minero perdió y no le pasó nada, y como no le pasaba nada comenzó a reírse del autómata y del señor Tyndall, y siguió riéndose y riéndose hasta que se murió de risa. Pero un día el padre de Mariarrosa, cuando todavía era un muchacho muy joven, casi un niño, acertó el desafío del señor Tyndall, quien había llegado al pueblo con su carromato y congregado a la gente en la placita, y ofrecía su bolsa repleta de monedas de oro y advertía que aquel que perdiera habría de morir, y el padre de Mariarrosa jugó la partida con el autómata, que hacía movimientos mecánicos, movía el brazo a impulsos rítmicos y se oía como el ruido de un motor, y el padre de Mariarrosa ganó la partida y el señor Tyndall le dio la bolsa con las monedas de oro pero además le dijo al padre de Mariarrosa: «Niño, tú tienes algo muy valioso y mereces algo más que esta bolsa de oro», y le propuso que se fuera con él en el carromato, y le dijo que quería llevarlo a conocer el mundo y que quería enseñarle muchas cosas que hasta ahora no había podido enseñar a nadie porque nadie se lo merecía. El padre de Mariarrosa era huérfano y no tenía nada que hacer en ese pueblo y aceptó la propuesta del señor Tyndall y se fue con él a recorrer el mundo, y el señor Tyndall le enseñó los trucos del Circo Magnético y le dejó la caja con el demonio que abre y cierra una puertita… —Está bien, Dante —dije, para cortar la historia que ya me estaba hipnotizando una vez más—. ¿Qué te parece si jugamos un poco a los naipes? Dante aceptó, como aceptaba siempre cualquier cosa, y fue al mostrador a buscar el mazo. Le ganaría una vez más al gigante estúpido y así pasaría una noche más en aquel lugar donde mi vida se iba disolviendo mientras yo apretaba los dientes y los puños y renegaba contra el Destino. ¡Pobre Dante! Pero ¿merecía realmente mi compasión? Él, al menos, tenía recuerdos y una esperanza; no sé hasta qué punto podía decirse que sufría. «Nada es real», decía, y esto le servía para seguir viviendo en una especie de paz interior cuyos mecanismos no sólo yo no podía conseguir en mí, sino que ni siquiera podía intuir. ¿Pobre Dante? Lo miraba barajar los naipes engrasados con esas manos de pianista bajo la proyección del sombrero blando, con esa cara de imbécil, como si estuviera realizando el trabajo más importante del mundo y como si tuviera a su disposición todo el tiempo del mundo, y llegaba a trocar aquella piedad inicial por una envidia que me carcomía los huesos. ¡Pobre Dante! ¡La puta que lo parió! Yo estaba allí porque una vez, un día lluvioso, una mujer me dijo que se iba para Australia, me dijo adiós bajo un paraguas rojo y apenas me permitió besarla en una mejilla antes de correr hasta el taxi que la llevaría para siempre de mi vista. Quedé un rato parado bajo la lluvia, como habría hecho cualquier otro en mi lugar, mojándome y mojándome. Después las cartas, y las cosas que nunca me había dicho cuando estábamos cerca, hasta que le respondí que me iba para allá, y en un plazo prudencial, durante el cual no recibí ninguna indicación contraria, vendí mis cosas, pedí plata a los amigos, compré un pasaje y me vine para Australia sin pensar qué podía hacer en este maldito lugar un oscuro escritor medio loco que apenas sabía unas palabras de inglés. Cuando llegué a Alice Springs después de un larguísimo itinerario, llamé a la puerta de la casa donde me figuraba que ella seguía viviendo, y me atendió una criada que me dijo en perfecto inglés que Lord Greystoke no acostumbraba a dar limosnas a los pordioseros. Luego conseguí seguir algunas pistas que concluyeron en un colegio de monjas, donde me informaron que ella sí había estado allí alguna vez, pero que se había ido de Alice Springs, sin decir adónde. Así fue como quedé anclado allí, muerto de miedo, desconcertado y solo. Gasté mi último dinero en escribir y franquear cartas a mis amigos de Montevideo pidiendo información. Luego intenté ganarme la vida escribiendo historias de misterio en el diario local, pero mi inglés no pasaba del tercer año liceal y después de dos intentos me cerraron las puertas definitivamente y tuve la suerte de que un maldito tabernero sintiera la necesidad de aumentar su prestigio social contratando a un blanco para lavar copas y platos. —No estás pensando en el juego —dijo Dante, fastidiado pero con cierta ternura. —No —respondí, tirando las cartas boca arriba sobre la mesa—. ¿Cuánto llevamos ahorrado? —Siete dólares —respondió Dante, que era el fiel guardián de mi alcancía. —Faltan apenas cuatrocientos noventa y tres, aproximadamente, para un pasaje. —Hace sólo tres días que empezamos a ahorrar. —Por cuarta vez. —Pero ésta va en serio. —Dante, dame ya mismo esos siete dólares. El grandote se puso tenso. —¡Dante! —No. Sentí que me atacaba nuevamente la locura irresistible. No quería hacerlo, pero me levanté con violencia y aferré la silla por el respaldo. —¡Maldito ladrón, te voy a matar! Dante apretó los dientes. —¡Dame los dólares! —insistí. El grandote se levantó, con los hombros alzados, y se dirigió a la puerta. Yo apreté el respaldo de la silla con idea de levantarla y arrojársela, pero al fin me dominé. Comprendí que Dante volvería a dejarse castigar, aunque podía matarme con una sola mano —que era precisamente lo que yo pretendía. Lo seguí, a cierta distancia, hasta el hotel. Llegó al altillo y encendió la vela. —Perdón —le dije al entrar, y me tiré en la cama desvencijada y me puse a llorar. Él se acostó en su cama y apagó la vela. Silbaba suavemente. Después vi que había luna llena, una luz blanca y lechosa que se colaba por la ventanita. La vista de la luna solía apaciguarme. Dante silbaba una canción que habíamos compuesto a medias; la llamábamos «Alice Springs blues». Mi locura nocturna se fue diluyendo en un bienestar físico que ascendía lentamente desde la punta de los pies; era un efecto habitual del silbido de Dante, pero ahora la presencia de la luna llena producía variantes nuevas; como desdoblado en varias personalidades simultáneas podía observar sin angustia mi propia angustia, podía sin extrañarme observar mi propio sentimiento de extrañeza; y ese pequeño núcleo de extrañeza y angustia comenzaba a expandirse y a establecer contactos multidimensionales en el espacio y en el tiempo; se reforzaba diluyéndose, prolongándose tentacularmente hasta rodear la inmensa esfera del mundo; y mi circunstancia actual, esa penuria de un uruguayo asfixiado en un pueblo de ingleses y de indios, rodeado por un desierto infranqueable, se diluía en otra circunstancia, otra penuria que se remontaba al origen de los tiempos, a la soledad de los dioses, a la lenta evolución de las especies, a la vida que como una enfermedad iba extendiéndose sobre la endeble corteza de una esfera llena de metales hirvientes; y aparecía la imagen de mis bisabuelos, que cruzaron caprichosamente como yo el océano y se establecieron porque sí, cumpliendo una ley secreta que jamás llegaron a intuir, en un punto cualquiera de la esfera inerte que se va enfriando mientras gira y gira; y mis abuelos, cumpliendo con los ritos heredados, afirmándose como plantas en ese pedazo de tierra, sufriendo sin darse cuenta, fabricando sin darse cuenta una raza nueva de monstruos despavoridos; y mis padres, sometidos ciegamente a la misma ley, trabajando con precisión cronométrica para apuntalar a su manera el gigantesco edificio de una mitología absurda; mientras mi abuelo todavía respondía al llamado imperioso, insolente, de la sirena del taller, cada madrugada, mi padre viajaba viajes eternos en ferrocarril hasta el centro de la ciudad y allí se mantenía de pie durante ocho horas junto a uno de los millares de mostradores de una tienda inmensa, de nombre pretencioso, atendiendo las exigencias de clientes exasperantes sin sospechar que mi madre iba a parir un monstruo dolorido y acusador que rompería esa cadena del transcurrir automático y abriría los ojos para inaugurar el sufrimiento consciente de una raza… Ahora mi cuerpo parecía flotar levemente, apenas separado unos centímetros del camastro, como sostenido por el colchón de aire del silbido de Dante y la atracción magnética de la luna, y sobre la pantalla blanca de mis párpados cerrados se proyectó la imagen de mí mismo en los años de infancia: un niño delgado y cauteloso que dialogaba a solas en el jardín del fondo, esperando con toda la paciencia del mundo el fin de aquella tutela insoportable, permitiendo con falsa resignación que la familia jugara con él como con un muñeco de trapo, mientras él secretamente le arrancaba la cabeza a las muñecas de trapo que lo herían con el olor insoportable de un género impregnado de erotismo; un niño que secretamente comía de la tierra del jardín que sus manos delicadísimas le servían en una cucharita de plata robada de la cocina, bajo las ramas repletas de flores de azahar que también lo enloquecían con un perfume que exigía respuestas que él ignoraba. —Dante. El grandote interrumpió el silbido. —Dante, tal vez pueda arreglarme con la gorda Jessie por un solo dólar. A esta hora debe estar desocupada, y más de una vez… Dante retomó el silbido sin dignarse a contestar. La luna había pasado de largo por la estrecha ventanita y sólo se veía una claridad leve que azulaba el cielo. Me llevé las manos a la nuca. No podía dormir. Después de un tiempo en Alice Springs, finalmente me había llegado la carta extraviada, en la cual ella resolvía pensar mejor las cosas y me pedía que no viniera, por el momento, a Australia. Estaba fechada en un lugar así como Moss Vale, pero advertía que no pensaba quedarse allí mucho tiempo. La carta me la habían reexpedido mis amigos de Montevideo, y me había llegado junto con otras que traían cantidad de noticias que, para mí, carecían de interés. Mucho más tarde me llegó otra carta de ella, con mucho retraso y también vía Montevideo; y después otra, desde Sídney, y finalmente otra, desde París, donde me anunciaba que se había casado con un noruego. —Dante. Hacía rato que el silbido había derivado de los blues hacia una música indefinida, espaciada, casi la respiración de Dante transformada en silbido. —Dante, con una moneda de un cuarto puedo jugar en la máquina y multiplicar los siete dólares. El grandote siguió silbando. —Dante. Veinticinco centavos no hacen ninguna diferencia; es exactamente la vigesimoctava parte de nuestros ahorros. ¿Te das cuenta? Uno en veintiocho: totalmente ridículo. El silbido cesó, pero yo sabía que Dante no estaba pensando en el significado de la vigesimoctava parte de nada; estaba pensando en que de inmediato yo lo iba a insultar y provocar buscando pelea. Pero ahora yo no quería pelear; quería distraer el insomnio de alguna manera. Tal vez, con la gorda Jessie ni siquiera hiciera falta el dólar; pero, pensándolo bien, la gorda Jessie… —Dante. —No te daré un solo centavo. Mañana lavarás copas y platos y me darás la mitad del dinero. La otra mitad podrás gastarla en la gorda Jessie, en las máquinas tragamonedas o en lo que se te antoje; pero del dinero ahorrado no tocarás un solo centavo. —Estaba pensando en otra cosa. Creo que deberíamos pervertir a una niña. Oí claramente cómo al gigante se le cortaba la respiración. Había dado en el clavo. La noche se haría infinitamente más breve si conseguía distribuir equitativamente los monstruos de mi insomnio. —¿Cuál te gusta más? —pregunté, tratando de que el tono se encaminara hacia el de una conversación normal, casual. El grandote sabía que era un juego, y me pareció que hasta debía sentirse aliviado con mi cambio de frente. —Bueno… —dijo, siguiendo el juego—. ¿Qué te parece Elsie Mulligan? —¡Dante! —exclamé, indignado—. ¡Dije una niña! Elsie Mulligan debe tener por lo menos diecisiete años, y de todos modos ya fue pervertida a los diez por su propio tío, el borracho barrigón. —¿De veras? —Dante, eres el único imbécil de todo un pueblo de imbéciles que no conoce la historia. —Ya había logrado encarrilar la conversación, y se me habían aclarado las líneas generales del cuento que tenía que inventar. Por supuesto, Dante sabía que todo era absolutamente falso, pero las leyes tácitas del juego lo obligaban a querer creer, y ya estaba creyendo, y ya estaba empezando a disfrutar de las imágenes que lentamente comenzaban a organizarse dentro de su cabeza hueca—. Y no sólo Elsie; también la otra hermana, ¿cómo se llama? —¿Helen? —Eso es. Helen y Elsie Mulligan. El viejo Mulligan las desnudaba en una inmensa cama de dos plazas y hacía que se manosearan entre ellas. Después intervenía él. A veces, cuando se lo permitía el reumatismo, también intervenía el Dr. Forster. Se juntaban en el viejo altillo de… —¡El doctor Forster! —saltó Dante—. ¿El viejo de la pata de palo? —El mismo. Sólo que la pata no era de palo, como se decía, sino de goma. Se la destornillaba y se la daba a las niñas para que jugaran entre ellas. Después las perseguía desnudo, saltando en una sola pierna, y ellas caían en brazos del barrigón Mulligan. Con el tiempo las propias niñas, enviciadas, comenzaron a ocuparse de hacer prosperar el asunto; en principio convencieron a las mellicitas Millikan, compañeras de clase en el colegio de monjas… Dante había entrado de lleno en el juego y asistía, de asombro en asombro, a la lenta corrupción de todo un pueblo. Kate y Doris Millikan, el boticario Murphy, hasta los Donovan —una pareja de ancianos vetustos—, Lucas Kenton, el periodista incorruptible, y el escribano Samuels iban cayendo en el torbellino imaginario de todas las formas de depravación, incluyendo la droga, el soborno, el estupro y el crimen. Después de haber pervertido a todo el colegio de monjas y al convento adyacente, sin que se salvara ni una sola de todas esas pobres almas, decidí que había llegado demasiado lejos; aunque no podía ver la cara de Dante en la oscuridad del altillo, podía representármelo perfectamente al grandote con los ojos bien abiertos en el insomnio, y aún con un hilito de saliva colgándole de la comisura izquierda de la bocaza abierta mientras trataba febrilmente de reordenar ese caos, de recrear todo un mundo con los aportes que lentamente le añadía mi relato. Intenté, entonces, volver de lo general a lo particular, pensando que tal vez me había excedido en la dosis. —Bueno —dije—. La que se fue salvando es la hija del reverendo Liddell. —¿Alice? —Alice. Creo que es la presa ideal para nosotros. Tal vez un poco vieja; tendrá como catorce años… —Doce. —Digamos trece. Pero, de todos modos, tiene algo especial, esa mirada de inocencia… Para no despertar sospechas debemos hacer un trabajo lento; debemos ganarnos su confianza, su complicidad en pequeñas cosas inocentes. Nada de violencias; podríamos comenzar por contarle el principio de una historia muy larga, y luego invitarla a escuchar la continuación en el altillo. «Tú sabes, pequeña Alice, que había una vez una niñita que se llamaba igual que tú: Alice. Una tarde que jugaba con su gatita, vio pasar un conejito muy apurado, muy apurado, mirando un reloj que había sacado del bolsillo de su chaleco, y diciendo que se le hacía tarde, que se le hacía muy tarde…». Entonces, después que la tengamos en el altillo, mientras le contamos el resto de la historia comenzamos con las caricias… Dante se levantó violentamente emitiendo un sonido ronco, una especie de alarido apagado, y fue hasta el retrete. Lo oí resoplar un par de veces mientras se masturbaba. Cuando volvió, se dejó caer en la cama con todo su peso. —Tienes la cabeza completamente podrida —dijo, con un murmullo sordo. Me impresionó esa voz que sonaba casi desconocida, y empecé a sentirme culpable. —Sí —dije. En realidad no se me había ocurrido pensar en el riesgo de un exceso de imágenes que pudiera precipitar al grandote en la locura; su estupidez parecía a prueba de cualquier cosa, pero yo no había tenido en cuenta su inocencia esencial, esa visión candorosa del mundo en la que radicaba, tal vez, toda su fuerza y toda su desgracia. —Me habías dicho que en Montevideo tienes una hija. Ahora, empezaba a golpear él. —Sí. —De unos cinco años. Muy bien, Dante. —Sí. Con gran habilidad, dejó obrar al silencio. Minuto a minuto el silencio se espesaba como una alfombra y me iba envolviendo sin dejarme casi respirar. En la cabeza de Dante, Alice Springs recuperaba sin duda, poco a poco, su forma cotidiana; en mi propia cabeza, la alfombra crecía en múltiples pliegues que asfixiaban todos los sonidos, opacaban todas las imágenes. La culpa era una secreción viscosa de glándulas que la vertían en mi sangre y ya estaba circulando por todo mi cuerpo y acumulándose en el pecho, donde estalló como un huevo repleto de larvas de polilla que me roían y se hinchaban a costa de mi carne. —¡Dante! ¡La puta que te parió! ¡Ladrón de dólares, alcancía podrida con forma de chancho…! Lo oí respirar normalmente, y lo imaginé con su sonrisa habitual. Respiré hondo y fui soltando lentamente el aire. —Tu problema es la carencia absoluta de sentido del humor. Pero la culpa es mía por tratar con imbéciles. Yo mismo tengo que ser bastante imbécil para estar aquí, perdido en un país de mierda sin nada que hacer. Es verdad, tengo la cabeza podrida, llena de literatura. Tienes razón: la literatura es una mierda. Incapacita para vivir. En realidad soy incapaz de corromper a una niña; ni siquiera a una gallina. Estoy incapacitado para cualquier actividad práctica. Soy un mal escritor, producto de la democracia. Cometieron el error de enseñarme a leer y a escribir, cuando en realidad tenían que haberme enseñado a tirar de un carro. Ahora es muy fácil escribir, todo el mundo escribe. No hay una sola ama de casa que no tenga escritos algunos poemas, hasta cuentos. Antes sí la literatura era una cosa buena. La Ilíada, la Divina comedia. ¿Leíste la Divina comedia, Dante? No, cómo vas a leer otra cosa que pornografía, basura contemporánea. ¿Leíste El profeta? «Cuando el amor os llame, seguidlo, aunque sus veredas sean tortuosas y la espada que se oculta bajo su blanco plumaje pueda heriros…». Basura, todo basura. Claro, toda la vida alimentándonos de basura, teníamos que terminar en el estercolero del mundo. Somos demasiado crédulos, Dante, demasiado crédulos. Todo el mundo tiene un buen respaldo; sólo nosotros andamos a la deriva, con la cabeza que nos trabaja todo el tiempo, sin conformarnos con ninguna receta, mientras los demás viven agarrándose de cualquier cosa. Sentimos el llamado del amor y allá vamos, y ni siquiera hay una espada bajo el blanco plumaje para herirnos limpiamente: sólo basura y soledad. Tú y yo somos los verdaderos santos, Dante; nuestra santidad es tan inmensa que ni siquiera nos damos cuenta de ella y nos desgarramos todo el tiempo echándonos encima toda la culpa del mundo… Me interrumpió un ronquido especialmente ofensivo; el imbécil dormía como un ángel. Me revolví en la cama. Tenía la imaginación enfebrecida y ya no podría dormir durante horas. Di vueltas y vueltas, resoplando y gruñendo, y fumando cigarrillo tras cigarrillo. Tenía que salir inmediatamente de allí. Mi hija estaba expuesta a ser pervertida en cualquier momento por un viejo con la pata de goma, y yo debía estar a su lado para protegerla. Con una espada luminosa que extraía de mi blanco plumaje atravesaba limpiamente el corazón perverso de un doctor Forster que brincaba desnudo en una sola pierna, y así me fui hundiendo en el sueño. Dante me despertó cerca del mediodía; me había subido una enorme taza de café y unos bizcochos. Esta amabilidad inusual me hizo sospechar que los papeles se habían invertido y ahora era el grandote quien sentía por mí una inmensa piedad. —Estuviste quejándote y rechinando los dientes todo el tiempo —dijo. Debía ser cierto, porque sentía las mandíbulas agarrotadas y me dolían todos los dientes y la garganta. —Es mi alma, que está en el infierno —le expliqué, y me senté en la cama para tomar unos sorbos del café. Encendí un cigarrillo—. Gracias —añadí, señalando la taza. Dante se encogió de hombros. —Me enteré de que hay una francesa loca en el pueblo —informó luego, mientras miraba por la ventanita hacia la calle—. Es una nueva profesora del Colegio, y dicen que habla con los perros y los caballos. Me levanté con gran trabajo. Me dolían todos los huesos y las articulaciones, y estaba de un humor siniestro. —El Sr. Jonathan dice que te guardó una buena cantidad de copas y platos. No sería difícil que hoy te ganaras unos cinco o seis dólares. En el trozo de espejo del retrete veía una imagen de mí mismo terriblemente envejecida y enferma. —Por otra parte —siguió martillando el grandote, siempre mirando por la ventanita— parece que Peter está enfermo y el Sr. Jonathan anda necesitando quien le atienda las mesas. Esto podría significar cinco o seis dólares más. —De esa forma —respondí, mientras orinaba tratando de embocar en el pequeño agujero del excusado, a nivel del piso— sólo me faltarán cuatrocientos ochenta y tres dólares para irme a casa, si además evito comer, beber, fumar y hacerle cosquillas a la gorda Jessie. —Si tuvieras un poco de paciencia —rezongó Dante— y un poco más de ganas de hacer las cosas, antes de un par de meses estarías embarcado. Me puse el saco y comencé a bajar los difíciles escalones de madera que siempre me producían vértigo. —Ya estoy embarcado —respondí—. Hace rato que estoy embarcado. III. La mujer Gracias a la enfermedad de Peter y a la paciencia paternalista de Dante, llegamos a juntar unos sesenta dólares en pocos días. Al mismo tiempo descubría con divertida extrañeza mi gran habilidad para atender a los parroquianos. Dante había resistido firmemente todos mis embates, hasta que al fin me cansé de jugar al niño perverso e intenté colaborar conmigo mismo; así la vida se hacía más llevadera. Dante estaba cada día más satisfecho. Una tarde bastante fría del mes de junio, la profesora de francés loca que hablaba con los perros y los caballos entró a la taberna, lo cual no dejó de sorprendernos. Hasta ese momento no se había dignado a mezclarse con los seres humanos, fuera de su trabajo en el Colegio. Se sentó a una mesa y yo me acerqué. —Whisky, please —dijo. Yo no podía desperdiciar aquellos tres largos años perdidos en el liceo: —Oui, mademoiselle. A votre service —dije, haciendo una pequeña reverencia. Entonces la francesita sonrió, se le formaron hoyuelos en las mejillas, me miró a los ojos y vi los ojos más extraordinarios de la Tierra. Todos los músculos se me aflojaron de golpe, completamente hipnotizado, y fui flotando hasta la repisa y volví flotando con el vaso de whisky. Arrimé una silla y me senté frente a mademoiselle, apoyando los brazos cruzados sobre la mesa, sin poder separar mis ojos de los suyos—. Je vous aime —dije, casi involuntariamente, sin llegar a extrañarme de las palabras que brotaban de mí con total naturalidad. Ella arqueó levemente las cejas, pero siguió sonriendo con hoyuelos en las mejillas y con los ojos llenos de chispeantes demonios de Maxwell. —Vous êtes fou, monsieur—respondió—. Et, en plus, je suis mariée, et mon mari est en chemin. Il arrive dimanche. —Ç’a n’en fait aucune difference —respondí fríamente—. Je vous aime. C’est tout. Me levanté y salí a la calle, silbando «La vie en rose». Todo había cambiado radicalmente. Alice Springs resplandecía a la luz de un tibio sol primaveral que jugaba en las calles; el cielo era límpido y azul, el aire dulce, la gente amable y bondadosa. Era muy fácil caminar leguas así, sin sentir cansancio; podría haber atravesado los kilómetros del desierto sin perder esa blanda sensación. Estaba enamorado. De noche no acepté jugar a los naipes. Tampoco tenía ganas de beber. El grandote miraba con disimulada preocupación mi sonrisa inusual y mis ojos extraviados. —¿Tienes algo que hacer el domingo? —le pregunté, después de una larga cavilación. Por supuesto, Dante negó con la cabeza. —Tenemos que matar a un hombre —le dije, y vi que se ponía aun más tenso—. Necesito un rifle con mira telescópica. —Dante resopló—. ¿Alcanzarán los sesenta dólares? Movió la cabeza, ya sin disimular su gran preocupación. —Escucha —dijo—, tal vez necesites descansar unos días. Tú no estás acostumbrado a trabajar así, y tal vez… —No estoy loco, Dante. Cuando sonríe, se le forman hoyuelos en las mejillas… Dante trató de ser paciente. —Hay muchos hombres a quienes, cuando sonríen, se les forman hoyuelos en las mejillas. Es normal. Puede ser desagradable, pero si uno fuera a matar a un hombre porque se le forman… —No seas imbécil, Dante. No es un hombre, es una mujer. Cuando sonríe, se le forman hoyuelos en las mejillas, y tiene la mirada más hermosa y más buena del mundo, con filamentos de oro que giran y se entrecruzan y despiden chispitas de oro, irradia plenitud, calor, vida, no sé cómo explicarte. —Claro, claro —respondió Dante, y vi que estaba a punto de llorar—. Ya la mataremos el domingo; pero ahora sería mejor ir a dormir, ¿no crees? Has trabajado mucho estos días… —Dante, imbécil irredento, es al marido a quien hay que matar. Llega el domingo, en la diligencia de las cinco. Ya lo tengo todo pensado. Tú entretienes a la gorda Jessie, fuera de su altillo; desde la ventana del altillo de la gorda se domina perfectamente todo el panorama de la estación de la Wells-Fargo. Ella irá sin duda a recibir al marido y yo podré así reconocerlo, y con el rifle de mira telescópica será muy fácil terminar con ese imbécil. El único problema es conseguir el rifle sin despertar sospechas. Tal vez, fuera de este pueblo. ¿Qué te parece que se pueda hacer? Dante comenzó a comprender que allí había algo. —Vamos despacio —dijo—. Por favor, ¿quién es ella? —La profesora de francés. Cuando sonríe, se le forman… —Estás enamorado. —Claro. —Y el marido llega el domingo. —Claro. —Y hay que matarlo con un rifle de mira telescópica. —Claro. Dante suspiró. —Y ella, en agradecimiento, te amará hasta el fin de sus días. Eso era algo que no se me había ocurrido. En ningún momento había pensado que, probablemente, ella no estuviera tan enamorada de mí como yo de ella. Comencé a sentirme deprimido. —Paciencia —dijo Dante—. Con paciencia todo se logra. Ya ves que logramos reunir sesenta dólares; ya no te caben dudas de que llegarás pronto a los quinientos. Con paciencia, también, podrás conquistar a la profesora. El marido no tiene importancia. Nunca había imaginado tanta sabiduría en el grandote imbécil. —¿Te parece? —pregunté, tratando de reanimar la esperanza. —Sin duda —respondió con firmeza. —Entonces, trataré de ganar terreno lo antes posible. Buenas noches. Me fui a acostar temprano. Al día siguiente conseguí un adelanto del Sr. Jonathan y me compré un traje usado muy elegante y una corbata irresistible; y entre el miércoles y el viernes logré que Marie, la profesora, me aceptara dos invitaciones a tomar el té en una confitería de lujo. El sábado desapareció de la vista; y el domingo estábamos todos apostados en las inmediaciones de la agencia de la Wells-Fargo: Marie, parada exactamente en la puerta de la agencia; Dante y yo en una esquina, medio ocultos por un tonel para recoger el agua de la lluvia. Los minutos se alargaban y se alargaban a medida que se iban haciendo las cinco; la francesita permanecía inmóvil como un soldado. Dante y yo cruzábamos como sombras sigilosas de una esquina a la otra, tratando de divisar desde la mitad de la calle la nube de polvo de la diligencia, sin ser vistos por Marie. A las cinco de la tarde llegó la Wells-Fargo con su puntualidad legendaria. Vimos descender un puñado de pasajeros que rápidamente se dispersaron en abanico, como si después de la forzosa convivencia quisieran estar ahora lo más lejos posible unos de otros; vimos desenganchar los caballos y llevarlos al establo, y Marie seguía sola, parada allí. El marido no había venido. Después de mucho rato logró ponerse en marcha, lentamente, hacia su hotel. Estuvo enclaustrada durante una semana entera. El domingo siguiente volvimos todos a esperar la diligencia, nuevamente en vano. El lunes me aposté en la puerta del Colegio, con mi traje y mi corbata irresistible. Cuando ella salió, caminé a su lado sin decir nada. Su paso era rápido y me costaba mantener el ritmo. No me miraba. Yo le echaba miradas fugaces, de reojo. De pronto se detuvo, me miró con ojos llenos de furia y de lágrimas, y me dijo no. Fue un «no» terminante, redondo, definitivo, lleno de odio hacia mí y hacia el marido y hacia todos los hombres del mundo. Siguió caminando y yo quedé parado, y luego me di vuelta lentamente y lentamente empecé a andar hacia el altillo, lentamente, insensiblemente, mecánicamente. Me rondaban una cantidad de cosas sin forma pero yo no las dejaba entrar, cerraba cuidadosamente todas las puertas para guardar ese vacío interior que crecía y crecía. Subí pausadamente la escalera endeble y sin quitarme el traje ni los zapatos me tiré en la cama. El llanto fue surgiendo lentamente, suavemente, amablemente, como el de un bebé que se despierta con hambre y empieza a llamar a la madre. Luego se fue transformando en un grito desgarrado y me tapé la cabeza con la almohada para no alborotar el hotel. No era yo quien gritaba; era un grito sin dueño que pasaba a través de mi cuerpo como por un tubo hueco, cobrando forma y amplificándose en mi cuerpo. Dante soportó todo sin decir una sola palabra durante dos días. Al tercero, me dijo que se iba. Yo había dejado de llorar, y cuando no dormía me quejaba con una especie de canto monótono, con la vista clavada en el techo. Había perdido toda fuerza, me sentía aplastado contra la cama, no podía mover ni un dedo. Como si toda mi energía hubiese provenido de la única fuente de la mirada de Marie, y alguien hubiese cortado con unas tijeras el hilo hipnótico que me había mantenido unido a ella, y a través de ella a la vida y al mundo. No sentía nada, apenas el dolor de la soledad del recién nacido, y todas y cada una de las cosas incluyendo mi propio ser me resultaban por completo indiferentes. Sólo tenía una oscura necesidad de seguir resbalando sin prisa y sin pausa hacia la muerte. —Me voy —dijo Dante, parado junto a mi cama, enormemente alto y sombrío. —Dante. —Mi voz salió manejada por un centro nervioso totalmente ajeno a mi conciencia y a mi voluntad, tal vez un centro minúsculo ubicado en el dedo gordo del pie derecho—. Que venga Linda. Linda era la prostituta más fea de Alice Springs. Era muy flaca y le faltaban unos cuantos dientes. Yo no sabía bien cuál era la idea del centro nervioso del dedo gordo, y me olvidé del asunto durante el tiempo incalculable que a Dante le llevó ubicarla y convencerla de que viniera al altillo. Cuando la tuve ante mis ojos, a los pies de la cama, mi voz le ordenó que se acercara. Toda la escena era controlada por un Dante preocupadísimo, sentado ahora en un banquito en el rincón de la pieza opuesto al de mi cama. —El saco —dije, y Linda creyó comprender y sonrió, mostrando unos huecos horribles en la boca—. La corbata. La camisa. Los zapatos. —Me fue desvistiendo hábilmente—. Ahora, tu blusa y el sostén. La vista de esos pechos menudos y caídos, uno ligeramente más grande que el otro, me dio cierta energía para darme vuelta, bocabajo. —Ahora, dale con ganas —dije—. Con el cinturón, con todas tus ganas. Linda comprendió al fin pero no terminaba de creerlo. Dudaba. Se oyó entonces la voz de Dante. —Dale con ganas —dijo. Entonces Linda actuó con la mayor celeridad y eficacia. Se me subió encima y se sentó cómodamente sobre mis nalgas. El primer latigazo me sorprendió por el dolor increíble que me produjo; era exactamente como si me hubieran golpeado con un hierro caliente. El segundo fue peor. Linda comenzó a gozar; escuché una risita abominable e imaginé esa boca llena de agujeros y mi espalda convirtiéndose en una especie de puré de pulpa de tomates, y apreté los dientes. No podía permitirme el menor quejido. El dolor que se iba acumulando llegó a ser inconcebible, no cabía ya dentro de mis límites; me incorporé, volcando automáticamente de espaldas a la prostituta, y sin transición me volví sobre ella, le subí la falda, le arranqué la minúscula prenda rosada y la poseí con la ferocidad de un demonio de Maxwell encerrado durante siglos en una caja oscura. Por primera vez en su vida, supongo, la puta frígida llegó al orgasmo, y después no quería irse del altillo. Casi tenemos que tirarla escaleras abajo. Retomé mi ritmo anterior al de aquella tarde maldita en que la profesora loca había entrado a la taberna a pedir su whisky. El Sr. Jonathan llegó a encariñarse conmigo, lo cual significaba que mi trabajo le rendía más que el de Peter, y pasé a ocupar ese puesto en forma oficial. Ya no lavaba vasos ni platos y tenía un sueldo bastante aceptable. Pronto podría regresar a mi patria y proteger a mi hija de los corruptores con patas de goma. Mi forma exquisita de atender al público había hecho progresar la taberna, la que lentamente se iba transformando en algo de mayor categoría. Pensé que no estaba lejos el día en que debería declinar amablemente la invitación del Sr. Jonathan para que me asociara a su empresa en lugar de abandonar el país. Cuando Marie volvió a la taberna, con aspecto de mujer quebrada, le serví té en lugar de whisky y la traté con una cortesía más bien indiferente. Después siguió viniendo, y una tarde, a mediados de año, después de tomar el té siguió sentada durante horas a la mesa. Como a las ocho de la noche me le acerqué. —Qu’est-ce qu’il y a, la petite? —pregunté. Me miró a los ojos sin sonreír, de una manera muy especial. Me excusé con el Sr. Jonathan y nos fuimos al altillo. A la mañana siguiente comprobé que los ángeles se habían ocupado nuevamente de Alice Springs, y la habían convertido en una especie de paraíso terrenal, la ciudad más hermosa de la tierra. Decidí colaborar con ellos y me tomé el día libre. Con la ayuda de Dante transformamos el altillo; lo pintamos, le pusimos cortinas y cuadritos, un jarrón con flores y una cama de dos plazas. Le dije a Dante que dispusiera libremente de mis ahorros y se fuera por un tiempo a otro lugar, por ejemplo al mejor hotel de Alice Springs, mientras las cosas buscaban su equilibrio. Esa tarde Marie no apareció por la taberna ni por ningún lado y me sentí muy inquieto. A la tarde siguiente la fui a buscar a la salida del Colegio. La tomé de la mano y la llevé al altillo, que todavía tenía olor a pintura. Al amarla ese día, comprendí que nunca antes había amado. Estaba descubriéndolo todo, por primera vez, minuto a minuto. —Sabes —le dije, mirándola a los ojos, apoyado en mis codos—, ahora sé por qué no me suicidé a los catorce años, ni a los diecisiete, ni a los dieciocho, ni a los veintiuno, ni a los veintiséis, ni a los veintiocho, ni a los treinta. Est-ce que tu comprends? Sonrió, con hoyuelos en las mejillas y chispas en los ojos marrones, verdes, dorados. Pero después los ojos se fueron apagando, se puso triste, se sentó en la cama y se vistió como para irse. —No debiste hacer eso —dijo, señalando la pieza y los cuadritos y las cortinas—. Me voy para Francia. Mi mente se llenó con una odiosa sinfonía de Beethoven, una orquestación ampulosa llena de timbales y efectos germánicos. Algo estaba mal, incuestionablemente mal, muy mal, y la música, ahora decididamente wagneriana, tenía la misión de ahogar todas las voces interiores de rebeldía. —Yo también —respondí de inmediato, manoteando para acomodarme a la nueva situación. Pero todo estaba mal, muy mal. —No —dijo ella—. Tú te vas al Uruguay. Dvorak, «Sinfonía del Nuevo Mundo». —Me voy contigo. —Tu hija te necesita. Tu país te necesita. Allá hay mucho para hacer. «La Muerte y la Niña», por el Cuarteto Húngaro. —Hay mucho para hacer en todas partes —dije, sin convicción— y, de todos modos, te voy a seguir adonde vayas. La acompañé hasta el hotel, y después caminé por Alice Springs hasta el amanecer. Atendí a mis parroquianos obsequiándolos con una versión silbada de la «Tocata y Fuga», que tuvo la virtud, al cabo de tres o cuatro horas, de irritar al Sr. Jonathan. Se puso el saco y se fue, mirándome con furia pero sin decir nada. Dante notó en seguida que algo no andaba bien. —Se va para Francia —dije. —Es natural —respondió. —Yo también me voy a Francia —dije. —Es idiota —respondió. —Dentro de quince días —dije. Él se encogió de hombros. Los días siguientes fueron de una actividad múltiple y febril. Fingí aceptar que me quedaría en Alice Springs, para facilitar las cosas con Marie, al punto de que se quedó todo el tiempo en el altillo como si estuviera en su casa; vivía con total libertad su pequeña luna de miel reduciéndola a los estrechos límites de una aventura pasajera y feliz. Mientras tanto, yo trabajaba escasamente en la taberna y conspiraba asiduamente con Dante. El ahorrativo Dante no se había mudado al mejor hotel de Alice Springs, sino a otro altillo infecto. —Tienes que venir con nosotros —le dije, con los ojos brillantes—. París, la Tour Eiffel, les Grands Boulevards, les Folies Bergère… Dante no decía nada. Me había olvidado por completo de que él seguía esperando a la imposible Mariarrosa. —Pero el dinero no alcanza. No hay más remedio que asaltar el Banco. Dante asintió. Yo no advertía, ensordecido por la música de Beethoven, Wagner, Dvorak y las canciones de Yves Montand, que todo se deslizaba con demasiada facilidad. —Tomaremos sólo lo necesario para los pasajes —añadí, y Dante volvió a asentir—. Debemos planificarlo todo perfectamente; será un golpe limpio, admirable, científicamente calculado. Le hablé del esquema de mi plan y acordamos turnarnos para espiar durante varios días la actividad del Banco. Al mismo tiempo, Dante debía ocuparse de conseguir armas, y yo un par de pelucas y pasaportes falsos. El miércoles, ya hacia el fin del plazo de la aventura con Marie, volví a reunirme con Dante en una oscura taberna, muy lejos de la taberna del Sr. Jonathan. Pedimos bebidas y nos inclinamos sobre la mesa para hablar con susurros. —El Banco cierra al público exactamente a la hora 18 —informé como resumen de nuestras observaciones—. A más tardar, los últimos clientes que suelen quedar dentro salen 18.15. A las 18.35 sale el último empleado, y a las 18.45 se va el gerente, el Sr. Parkinson, escoltado por un solo guardia. Adentro no queda nadie, ni guardias ni serenos. Parece que jamás hubo un asalto en Alice Springs. —Entonces… —dijo Dante. —Entonces tenemos diez minutos para actuar. Cuando sale el último empleado, a más tardar 18.35, llegas tú con tu disfraz de mensajero de la Western-Union y el telegrama falso. Yo vendré caminando como por azar y en el momento en que el guardia te abra la puerta, empujamos y nos metemos para adentro sacando las armas. Mientras tú entretienes al guardia, yo amenazo al Sr. Parkinson. Tomaremos sólo el dinero necesario para los pasajes. ¿Tienes las armas? —Escondidas en mi altillo. —OK. Marie ya tiene su pasaje. Sale el lunes a las 15 horas para Sídney en la avioneta local. El jet para Francia sale el mismo lunes a las 23. Por lo tanto, el golpe tiene que ser mañana, jueves. Debemos tener el viernes de reserva por si falla algo; el sábado y el domingo el Banco está cerrado, y el lunes ya sería tarde para alcanzar el jet. Mañana, entonces, damos el golpe y salimos para Sídney en la avioneta de las 19.15. Tú sacas los pasajes, temprano por la tarde. ¿De acuerdo en todo? —De acuerdo. Pero pienso que en Sídney tienen demasiado tiempo para atraparnos; hasta el lunes de noche. —Correremos el riesgo. De cualquier manera ya me ocupé de las pelucas y los pasaportes falsos. —Efectivamente, había dado con un falsificador, cuyos turbios asuntos propios hacían difícil que sintiera tentación de delatarnos; por otra parte, yo conservaba en buen uso mi pasaporte auténtico. Las pelucas las había comprado Marie; le expliqué que se trataba de un encargo que me había hecho una tía de Montevideo. Después, a solas en el altillo, las había recortado y peinado aceptablemente para masculinizarlas. —OK. —OK. Nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos hasta el día siguiente, a las 18 horas en mi altillo para repartir las armas, las pelucas y los pasaportes; 18.05 saldría él primero para llegar a las 18.30 separadamente cerca de la puerta del Alice Springs & London Bank. Con las solapas del sobretodo levantadas, tomamos direcciones opuestas al salir. Volví a dormir abrazado a Marie. Su presencia magnética diluía todos mis temores y por primera vez en muchos años podía dormir sin ensueños ni rechinamiento de dientes. De mañana, después del desayuno, ella se fue para el Colegio. Atendí nerviosamente a mis parroquianos, controlando a cada rato el paso del tiempo en el gran reloj de la taberna. De tarde, después del almuerzo, Marie volvió al Colegio y yo pedí la tarde libre al Sr. Jonathan. Fui al altillo y me tiré en la cama, a fumar y a repasar mentalmente todos los detalles del plan. Como siempre que no estaba junto a Marie, la orquesta instalada dentro de mi cabeza me entorpecía los pensamientos. En los últimos días, se había enriquecido notablemente el sector de la percusión. En el marco de la puerta abierta del altillo apareció la cabeza de Dante. Estaba parado en la escalera endeble y desde la cama se veía sólo su cabeza, siempre cubierta por el sombrero blando. Parecía una de esas pesadillas del Circo de Oklahoma. Serían recién alrededor de las tres de la tarde. —¿Se puede? —preguntó. Me sentí sumamente molesto. —¿Qué haces aquí? Habíamos quedado… —¿Se puede? —insistió. Le dije que sí, y me senté en la cama. —¿Qué pasa? Arrimó una silla y se sentó muy cerca. Me miró a los ojos sin decir una palabra durante largo rato. —¿Qué pasa? —¿De veras estás dispuesto? —preguntó. —¿Dispuesto a qué? —A toda esa historia estúpida. El asalto. El viaje. Todo eso. Me agarré la cabeza. —Dante, animal, no creíste una sola palabra. Dante se revolvió en la silla. —Te creí —dijo. —No compraste las armas, no sacaste los pasajes, no tomaste en serio nada de lo que hablamos. Nunca debí confiar en un imbécil… —No compré las armas, no saqué los pasajes, pero te creí. Simplemente quería ver hasta dónde eras capaz de llegar por esa francesa que habla con los perros y los caballos. —Los perros y los caballos… —comencé, pero me faltaron las fuerzas. Quería matar a Dante, pero ya no podía hacer nada. Pensé por un instante asaltar el Banco yo solo, a mano limpia, pero me di cuenta de que era absurdo. Todo había fallado. Marie se alejaba definitivamente de mi vida, todo volvía a perder sentido de nuevo. Y para siempre. —Los perros y los caballos —Dante se ocupó de continuar con mi frase— merecen más que cualquiera de nosotros, hombres malos y estúpidos, que un ángel como Marie les dirija la palabra. Marie sería una mujer muy feliz si en el mundo sólo existieran perros y caballos. Pero en el mundo hay hombres. Como el marido de Marie. Como tú. Como yo. Como el Dr. Forster. Si en el mundo sólo existieran perros y caballos y Marie y tú y yo, entonces te pediría que la dejaras en paz. Pero en el mundo hay muchos hombres, y entonces, da lo mismo que el daño se lo hagas tú o cualquier otro. El grandote me estaba anonadando. —Tú crees amarla, ¿verdad? Eres capaz de asaltar un banco, de matar a un marido con un rifle, de irte con ella a cualquier parte, ¿verdad? Me parece bien. Metió la mano en el bolsillo del sobretodo raído y sacó el puño cerrado. —Toma —dijo. Yo estiré la mano derecha con la palma extendida, y Dante depositó allí un pequeño huevo de oro macizo—. En la joyería me dijeron que vale lo suficiente como para un pasaje a Francia, y algo más. Lo miré con incredulidad. —Y aquí están tus dólares —agregó—. Descubrí que yo también puedo lavar copas y platos y atender una taberna. Tal vez mejor que tú. Sin poder decirle una sola palabra, lo vi desaparecer lentamente por la escalera endeble, como si el hueco de la puerta lo fuera cortando en rodajas desde los pies a la cabeza. Me fue imposible encontrarlo en toda Alice Springs durante el viernes, el sábado y el domingo. El lunes no vino a despedirnos, pero desde la ventanilla de la avioneta que se ponía en marcha me pareció ver una figura larga y flaca que nos miraba solitaria desde la azotea del aeropuerto local. El miércoles de mañana llegábamos a Orly, y al mediodía Marie y yo nos soltamos las manos para tomar las bandejas de La Source, el restaurante de autoservicio del Boulevard Saint-Michel. Me sentía radiante, pero por algún motivo, de vez en cuando, se me aparecía en primer plano la cara de aquel grandote, murmurándome sin tristeza ni asombro, con una total aceptación, la frase que resumía toda su filosofía de la vida: «nada es real». IV. Yo Cruzando el Pont des Arts, entrando al Louvre y atravesando sus patios interiores, caminando hacia la izquierda, uno puede llegar a Les Tuileries; y parado aún en los últimos peldaños de la escalinata del Louvre uno puede mirar de manera que se superpongan el chorro de agua de la primera fuente con el chorro de agua de la última fuente, y alinearlos con el obelisco de la Place de la Concordey, allá a lo lejos, después de la suave curva de les Champs-Élysées, centrar el obelisco de la Place de la Concorde en la justa mitad del Arc de Triomphe, mientras se respira el aire más dulce del mundo. Inmediatamente después, uno, si tiene el coraje suficiente, puede volarse los sesos. El recorrido desde el Grand Hotel Saint-Michel hasta el Louvre, tanto a pie como en métro, las Tullerías o el jardín de Luxemburgo o mismo el puente Alejandro III ya no lograban conmoverme. Hacía más de quince días que Marie había logrado localizar y reconquistar a su marido. Me había dejado un largo beso, una cara húmeda por las lágrimas suyas y las mías, y el alma fragmentada de una manera irreversible. Muchas veces había soñado, durante años y años, con llegar un día a París; sin embargo ahora yo no estaba allí, había llegado a París sin llegar. Yo estaba en Marie, y Marie ya no estaba, y ahora me movía sin sentido en una ciudad sin sentido. La filosofía de Dante cobraba en mí un cuerpo insospechadamente fuerte. Nada es real. Del mismo modo que se puede viajar a la luna sin moverse del camastro de un altillo en un pueblito perdido de Australia, también se puede estar en París sin estar en ninguna parte. En el hotel hice cuentas y comprobé que me iba quedando muy poco dinero. A la mañana siguiente iría a la embajada uruguaya a pedir la repatriación. Esa noche salí a mirar una vez más la catedral de Nôtre-Dame a la luz de la luna, pero aquello era pura rutina. En una vidriera vi un pequeño anuncio: la película pornográfica que exhibían en un cine cuyo nombre no recuerdo, en la rue des Capucines. La película se llamaba El sexo de Anita, o algo parecido, y era en tercera dimensión, para mirar con anteojos especiales. Así gastaría mis últimos francos de la manera más idiota, y nunca volvería a lavar una copa, ni un plato; nada, nunca más. Porque nada es real. Salí del hotel sin la guía y me perdí una vez más por las callejas retorcidas del Barrio Latino. Fui a parar varias veces al Sena y cuando por fin di con la rue des Capucines y encontré el número que buscaba, el cine estaba cerrado. Me quedaría sin conocer el sexo de Anita en 3-D, del mismo modo que me quedaría sin conocer el sexo de tantas mujeres mucho más interesantes que esa Anita. Lloviznaba débilmente y empecé a buscar la salida del laberinto rumbo al hotel. Estaba más allá de cualquier sentimiento de frustración, porque ya no había en el mundo nada capaz de generarme la menor esperanza. Había muerto una vez más, probablemente la última. Nada es real. Al pasar por tercera o cuarta vez por un mismo callejón que se empeñaba en atravesarse sistemáticamente en mi camino, con la misma tenacidad del Sena, cada vez que creía estar saliendo del laberinto, reparé en un cartel colocado sobre un portal estrecho, y los colores chispeantes y atractivos me desconcertaron. ¿Cómo pude pasar por allí tantas veces sin verlo? Desde la vereda de enfrente leí las letras multicolores: OKLAHOMA BIG MAGNETIC CIRCUS; más abajo, LE CIRQUE MAGNETIQUE D’OKLAHOMA y más abajo aún, en letras más pequeñas: Nothing is real - Rien est réel. Y si la vista no me engañaba, allí en el portal, metida dentro de un pequeño kiosco metálico, estaba la mujer-niña vendiendo los tickets. No había un alma a la vista. Crucé la calle y me acerqué al kiosco. —C’est combien, le ticket?—pregunté. —Un franc, monsieur—respondió imperturbable la mujer-niña. Pagué la suma ridícula y me interné por el largo pasillo que concluía en un cortinado negro. Junto a él, el padre de la mujer-niña, el-que-no-podía-morir. Le entregué el ticket, y con una pequeña reverencia entreabrió el cortinado y me hizo pasar. El escenario consistía en una pequeña pista circular; y para el público había una sola butaca. El padre de Mariarrosa me acompañó hasta ella. —Asseyez-vous, monsieur, s’il vous plaît. Inmediatamente se apagaron las luces y un solo foco iluminó la pista, donde se erguía una réplica exacta del padre de la mujer-niña, vestido de negro, con un látigo en la mano. Se hizo escuchar una música estridente de circo, ampulosa y desafinada, y la réplica comenzó a variar levemente hasta transformarse por completo en Mariarrosa, y luego otra vez en su padre, y siguió oscilando hasta que la música cesó bruscamente. —Señoras y señores —tronó la voz del padre de Mariarrosa, y me sentí incómodo de que hablara en plural cuando yo era el único espectador; hablaba en perfecto español—, antes de comenzar el fabuloso espectáculo, debemos advertir que es preciso mantener la sangre fría. Mediante avisos oportunos recordaremos a los espectadores que nada es real, y este aviso, visual o auditivo, tendrá la virtud de calmar por completo cualquier inquietud. No debe perderse de vista que se trata de un espectáculo que sólo busca entretener y divertir. Nada es real en él, todos son trucos ópticos y electromagnéticos. —Hizo restallar el látigo, y la luz cambió del blanco al verde—. Ahora, invitamos al público a subir al escenario. El espectáculo va a comenzar. Una vez más restalló el látigo y me sentí impelido a levantarme de la butaca y entrar al redondel. La figura era ahora una réplica de Mariarrosa. Un nuevo chasquido del látigo y el escenario pareció extenderse al infinito; me encontré sumergido en medio de una muchedumbre, en pleno centro del Barrio Latino. Mariarrosa me tomó de un brazo y luego señaló la estación de metro en la vereda de enfrente. —¡Mira! —exclamó. Miré y vi a Marie que descendía las escaleras de la estación acompañada por un hombre vagamente conocido. Crucé la calle corriendo y bajé yo también, pero no logré distinguir a la pareja entre la multitud que subía y bajaba atropelladamente. Seguí internándome por los túneles del metro, mareado por ese olor particular, no del todo desagradable, que me hacía pensar en el ozono, y por las luces brillantes de los escaparates, hasta que me fui dando cuenta de que aquello no era ya una estación, y ni siquiera se trataba ahora de París: estaba en una tienda montevideana, antigua, la misma donde había trabajado mi padre durante casi toda su vida. Y allí estaba él ahora, de pie junto a uno de los tantos pequeños mostradores de la sección de artículos para hombres. Corrí hacia él con alegría, y una voz metálica, inubicable, como si saliera por varios altoparlantes a la vez, me recordó: NADA ES REAL. Mi padre parecía no verme, o no reconocerme; quedé parado ante él, desconcertado, lleno de angustia, sin poder hablarle. Mariarrosa me llamó la atención hacia los ascensores, ubicados a nuestra derecha; alcancé a ver entre las rejas metálicas, dentro de la caja del ascensor que subía, una falda de color claro que me pareció la de Marie. Fui corriendo hasta el ascensor contiguo y no supe cuál botón apretar; el padre de Mariarrosa estaba a mi lado y apretó uno que me pareció que llevaba el número 108, aunque eso era imposible. Me atacó una violenta sensación de vértigo mientras subíamos a una velocidad enorme y yo imaginaba encontrarme ya a gran altura: cuando me sentí a punto de desmayarme, sobre una de las paredes del ascensor comenzó a titilar un cartelito rojo: NADA ES REAL - NOTHING IS REAL - RIEN EST RÉEL, y automáticamente me serené. La puerta se abrió y eché a andar entre mostradores atendidos por mujeres; una vendedora muy solícita se me acercó para ofrecerme una crema de afeitar a precio de promoción. Al mirar a la vendedora a la cara me sorprendió reconocerla: era nada menos que aquella muchacha a quien debía el viaje a Australia. —¿Qué haces aquí? —exclamé, con admiración. —Excusez-moi, monsieur —dijo ella, y advertí que me había confundido; era en realidad más vieja que mi amiga y, mirándola bien, no se le parecía en lo más mínimo. Sin embargo, agregó—: Madame est là, monsieur —señalando a una mujer que se alejaba junto a un hombre, la misma que había confundido con Marie al bajar las escaleras del metro; ahora bajaban nuevamente, tomados de la mano, por las escaleras alfombradas de la tienda. Intenté correr hacia ellos, pero la vendedora se interpuso—. Votre crème à raser, monsieur. C’est dix francs. —Me señaló la caja, donde había una larga fila de gente que esperaba turno para pagar. —No… no puedo… ahora no —murmuré, y corrí hacia las escaleras. Me crucé con mi padre, disfrazado de conejo gigante, que miraba un enorme reloj unido a su chaleco por una larga cadena de oro y se repetía que era tarde, que era muy tarde, que era demasiado tarde. Bajé enloquecido los escalones de la tienda y me parecía que todo comenzaba a girar y, cuando estaba por caer, Mariarrosa me aferró por los hombros y me gritó que nada era real. Un poco más sereno, seguí bajando lentamente. Vi un cartel que decía: OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS - NIÑOS PERDIDOS - PERSONAS DESAPARECIDAS, y me acerqué a la ventanilla. Allí había una mujer de rostro familiar, que me sonreía. —Yes, sir? —preguntó con afabilidad. —Well —dije—, I have lost quelque chose, quelqu’un… I don’t know, I can’t remember… Who are you? —Who are you? —replicó la empleada, señalándome con un índice acusador, y estaba vestida igual que Marie, y ahora comenzaba a reconocerla. —¡Sí! —exclamé, y la empleada era ahora una niña, y estábamos en un inmenso patio descubierto, bajo unas nubes de abril, cerca de un árbol que exhalaba un perfume ligeramente ácido y amable—. Yo te amaba… —Mi niñez se transformaba abruptamente en adolescencia, y una ola de secreciones nuevas me enrojecía la cara y no me dejaba hablar—. Yo… —El látigo restalló y la niña se transformó en Mariarrosa. —¡Más atrás! —gritó, y me encontré frente a una niña pequeña; yo también era muy pequeño, y ambos estábamos separados por un inmenso foso. Alrededor del foso había otros niños, un poco mayores. Yo miraba fascinado a la niña de trenzas negras, y al mismo tiempo temía caer en ese pozo que se abría junto a mis pies. Oí la voz de mi madre que me llamaba desde la casa vecina. Mariarrosa puso un revólver en mi mano derecha y acomodó mi índice sobre el gatillo—. Mátalos —dijo, señalando a los otros niños, y en un árbol lejano titilaba un cartel que decía NADA ES REAL. Intenté apretar el gatillo pero no pude; la voz de mi madre seguía llamándome, y tenía urgencia por obedecer. A un nuevo sonido del látigo, y mientras Mariarrosa repetía «¡Más atrás!», vi que sobre mí se inclinaban unos rostros deformes y ávidos; yo estaba en una cuna, y los rostros sonreían con perversidad, como tratando de devorarme—. ¡Mátalos! ¡Mátalos! —Mi manecita de bebé ocultaba entre las blancas sábanas un revólver que oscilaba apuntando a uno y otro rostro, mientras mi pequeño dedo índice hacía un esfuerzo supremo por mover el gatillo, sin poder vencer la resistencia del resorte. Me puse a llorar a gritos. Una voz que ya no provenía del exterior, sino que resonaba dentro de mi propia cabeza, me dijo perentoriamente que nada era real, y con un suspiro recobré un tanto la calma; pero aún mi cuerpo se estremecía en ligeros espasmos, y sentí que transpiraba copiosamente—. NADA ES REAL —decía un enorme cartel, y era lo único que había ahora ante mi vista. Al sonido del látigo la escena se trasladó a un terraplén junto a las vías de ferrocarril en el pueblito obrero de mi infancia. Yo estaba en brazos de un aya que olía muy bien, una muchacha joven que me paseaba por encargo de mi madre. —¿Dónde está papá? —pregunté; era una pregunta recurrente que nunca tenía una respuesta clara. —Está trabajando, en el centro. —¿Y dónde está el centro? El centro comenzó a girar; ¿qué es el centro? Buscar el centro; allí está él. Todo hacia el centro. Mariarrosa me sacudió, tomándome de los hombros, sacándome de un remolino que me arrastraba. NADA ES REAL —gritaba ella. Sentí un dolor terrible en las palmas de las manos y en los pies; me habían clavado a una cruz, en lo alto de un monte, y una corona de espinas se hundía en la carne de mi frente. Sentía que la vida se me iba gota a gota. —Padre mío —dije—. Por qué me has abandonado. A los pies de la cruz lloraba una mujer. —¡María! —grité. Pero la mujer ocultaba su rostro con un velo. El látigo resonó otra vez. Ahora estaba en un parque, sentado en el murito que bordeaba una piscina circular donde nadaban algunas muchachas. El aire era fresco, primaveral, y en ese parque desconocido comencé a sentir un gran bienestar. De pronto, en el agua surgió una figura enorme y monstruosa, un pulpo o una medusa, justo en el centro de la piscina circular; algo que antes no podía verse en las aguas traslúcidas, algo que se había formado en ese momento arremolinando el agua. Las muchachas lograron huir, pero sobre la cabeza del monstruo se veía, como un señuelo, la figura de mi hija; tal vez una muñeca con su apariencia. —¡Mátalo! —gritó Mariarrosa—. ¡Mata a ese monstruo! —Levanté pesadamente el brazo, apunté a la cabeza del pulpo, la que lentamente se iba transformando en la cabeza de un ave, mientras la muñeca sentada sobre ella parecía cobrar cierta vida, ciertos colores. Mi dedo presionó sobre el gatillo y con un tremendo esfuerzo, apretando los dientes, logré accionarlo. Sonaron seis disparos. El monstruo se fue desinflando, entre chorros de un líquido verdoso, nauseabundo, como un muñeco lleno de basura licuada; por un instante me miró, con ojos entre acusadores e implorantes, y hubo algo que no quise reconocer en esos ojos; luego se desinfló por completo y cayó al fondo, mientras para mi alivio la muñeca, que había cobrado vida, se echaba a nadar y alcanzaba rápidamente el borde de la piscina. —Au secours! Au secours! A l’assassin! —viejas histéricas chillaban junto a las rejas de las ruinas de Cluny, sobre el Boulevard Saint-Michel; a mis pies yacía el cadáver del padre de Mariarrosa, y yo tenía el revólver en la mano. Me atacó el pánico, y busqué un lugar entre la multitud de bastones y paraguas que se agitaban y ojos desorbitados y bocas llenas de dientes que seguían gritando: a lo lejos sonaba la sirena de un coche policial—. Au secours! Au voleur! A l’assassin! —me sentí perdido, pero en una columna de alumbrado la chapa con el nombre del boulevard comenzó a titilar en rojo, verde, violeta, blanco: NADA ES REAL - NOTHING IS REAL - RIEN EST RÉEL. Dejé caer el revólver y eché a andar con paso calmo hacia la rue Cujas. En la administración del hotel recogí la llave de mi pieza y pedí al sereno que me despertaran temprano a la mañana siguiente. El barco en que fui repatriado no tenía prevista para ese viaje una escala en Montevideo, pero sí en Buenos Aires. Yo había escrito a algunos amigos de allá anunciando mi regreso. El día de la llegada a Buenos Aires, mi amigo Jaime esperó en el puerto durante las tres horas de retraso que traía el barco. Después observó cuidadosamente a cada uno de los pasajeros que descendían por la escalerilla; no me encontró. Insistió en subir a bordo, logró después de muchas discusiones consultar la lista de pasajeros, la revisó varias veces de arriba abajo, y no encontró mi nombre. Se volvió caminando a su apartamento en Barrio Norte, con las manos en los bolsillos. «Nada es real», pensaba. V. El circo La música estridente del Gran Circo Magnético de Oklahoma volvía a enardecer, después de muchos años, a los chicos y grandes de Alice Springs. Entre los chicos y grandes de Alice Springs, distribuidos cuidadosamente a lo largo de la calle principal, se hallaba Dante, con el mismo sobretodo raído y su sombrero blando, deforme. El carromato era conducido por Mariarrosa. Más joven, más linda. Ahora tenía la mirada y la sonrisa de aquella réplica que Dante había tenido años atrás entre sus brazos. El payaso que arrojaba volantes como nubes de mariposas multicolores se abrió paso entre las primeras filas de la multitud y le entregó a Dante, en sus propias manos, un volante especial, distinto de los otros. Estaba escrito en letras doradas. Dante dobló con cuidado el papel y lo guardó en el bolsillo derecho del sobretodo. Luego echó a andar lentamente tras el cortejo, detrás de los conejos mecánicos y las gallinas mecánicas, detrás del payaso y del elefante enano, detrás de todos los niños de Alice Springs. 1974
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