Está claro que es fácil perder una chancla en el tranvía. Especialmente si tienes detrás a un rufián cualquiera, pisándote los talones, y te empuja de costado: así es como usted se queda sin chancla. Se puede perder una chancla por cualquier tontería. A mí me la quitaron en un santiamén. Podría decirse que no tuve tiempo ni de protestar. Entré en el tranvía con las dos chanclas en su sitio. Pero salí del tranvía, miré, y una chancla estaba allí, en mi pie, y la otra no. La bota… seguía allí. El calcetín, al parecer, estaba también allí. Y los calzoncillos, en su sitio. Pero ni rastro de la chancla. Y ya se sabe que no se alcanza a un tranvía por mucho que corras.
Así pues, me quité la chancla que me quedaba, la envolví en el periódico y me fui de esta guisa. Después del trabajo, pensé, me pondré a investigar. ¡Las cosas no desaparecen así como así! De alguna parte saltará la liebre. Así que después del trabajo me fui en su búsqueda. Lo primero era pedirle consejo a un conocido mío, conductor de tranvía. Y he aquí exactamente lo que me dijo para alentarme: —Da gracias, te digo, por haberlo perdido en el tranvía. De otro recinto público no respondo. En cambio, perder algo en el tranvía es mano de santo. Porque nosotros tenemos una cámara para los objetos perdidos. Ven y recógela. Es mano de santo. —Pues entonces— digo yo— gracias. Me acabas de quitar un peso de encima. Sobre todo porque la chancla era nuevecita: figúrate que es solo la tercera temporada que la llevo. Al día siguiente voy a la cámara. —Hermanos, ¿puedo recuperar mi chancla? Me la quitaron en el tranvía. —Es posible —me dicen—. ¿Qué tipo de chancla? —Es una chancla normal. En cuanto al número de pie, es un 12. —Nosotros —me dicen—, tendremos unas doce mil del número 12. Danos más características. —Las características son las habituales. A saber: el talón está desgastado, por supuesto. Y adentro se ha ido royendo la franela hasta no dejar rastro. —Nosotros —me dicen—, puede que tengamos más de mil chanclas así. ¿No tiene ningún rasgo distintivo? —Sí que tiene rasgos distintivos, les digo. Parece como si la punta se hubiese desprendido, a duras penas se sostiene. Y ya casi no le queda tacón: se ha desgastado. En cambio, el lateral todavía mantiene el tipo. —Siéntese aquí —me dicen—. Ahora lo miramos. De pronto me traen mi chancla. Yo me alegré desmesuradamente, por no decir directamente que me enternecí. He aquí, pensé, cómo funciona el famoso “aparato”. Y qué personas tan idealistas, cuántas molestias se han tomado por una chancla. Así que les digo: —Amigos, les estoy eternamente agradecidos. Vamos, dénmela. Ahora mismo me la pongo. Muchas gracias. —Imposible —me dicen—, estimado camarada: no se la podemos dar. Nosotros —me dicen—, no sabemos si fue usted quien la perdió. —Pero sí se lo estoy diciendo: la perdí yo. Palabra de honor. Por su parte, ellos me contestan. —Le creemos y empatizamos plenamente con usted. Es muy posible que fuese usted quien perdió la chancla en cuestión. Pero no se la podemos entregar. Trae un parte certificado de que perdiste realmente esa chancla. Que la dirección de asuntos internos verifique el suceso, y entonces, sin más trámites superfluos, nosotros te entregaremos aquello que legalmente extraviaste. Yo respondo: —Hermanos —digo—, venerables camaradas, si en casa no saben nada de este asunto. Puede que no me expidan el documento. Y ellos contestan: —Lo harán —dicen—, está entre sus atribuciones darlo. Si no, ¿para qué se han instalado en su casa? Yo contemplé una vez más la chancla y me fui. Al día siguiente me dirigí al delegado de nuestra casa, y le dije: —Deme los documentos. Si no, perderé mi chancla. —Ah, es cierto —me responde—, ¿la has perdido? ¿O es que estás forzando la situación? Quizás quieras pescar un excedente del consumo masivo. — Santo Dios —respondo—, la perdí. Y él me dice: —Pero yo no puedo fiarme solo de su palabra, faltaría más. Y es que si tú me hubieses proporcionado el certificado de que habías perdido una chancla en las cocheras del tranvía, entonces yo te entregaría el documento. Pero así sin más no puedo. Yo le digo: —Pues para eso me han enviado a usted. Él me dice: —Entonces escribe una solicitud. Yo digo: —¿Y qué tengo que escribir? Él contesta: —Escribe: la fecha en la que la chancla se extravió. Y así sucesivamente. Te daré, según parece, un atestado pendiente de resolución. Escribí la solicitud. Al día siguiente recibí un auténtico acuse de recibo. Fui con el atestado al comité. Y allí, imagínense, sin más trámites ni formulismos, me entregaron mi chancla. Solo cuando me calcé la chancla, sentí que me embargaba la emoción. Al fin, pienso, ¡un sitio en el que la gente trabaja! En cualquier otra parte, ¿habrían puesto un afán semejante, durante tanto tiempo, solo por mi chancla? Más bien se lo habrían quitado de encima, y asunto resuelto. Y he aquí en cambio, sin que transcurra una semana, me la devuelven. Una cosa digna de lástima, en el transcurso de esa semana, con todo el trasiego, perdí la primera chancla. La llevé todo el rato, debajo del brazo, en una bolsa, y no recuerdo en qué sitio la dejé. Lo importante es que no ocurrió en el tranvía. ¿Es una causa perdida por no haber sucedido en el tranvía? Porque entonces, ¿dónde buscarla? Y por eso tengo otra chancla. La he colocado en la cómoda. La segunda vez se hace aburrida, le echas un vistazo a la chancla, y de alguna forma el ánimo se vuelve más ligero, libre de rencores. He aquí, pienso, cómo funciona la famosa cancillería. Conservo esa chancla de recuerdo. Para que nuestros descendientes se puedan mirar a la cara.
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